TODO aquel que ha vivido largo tiempo dentro de una determinada cultura y se ha planteado repetidamente el problema de cuáles fueron los orígenes y la trayectoria evolutiva de la misma, acaba por ceder también alguna vez a la tentación de orientar su mirada en sentido opuesto y preguntarse cuáles serán los destinos futuros de tal cultura y por qué avatares habrá aún de pasar. No tardamos, sin embargo, en advertir que ya el valor inicial de tal investigación queda considerablemente disminuido por la acción de varios factores. Ante todo, son muy pocas las personas capaces de una visión total de la actividad humana en sus múltiples modalidades. La inmensa mayoría de los hombres se ha visto obligada a limitarse a escasos sectores o incluso a uno solo. Y cuanto menos sabemos del pasado y del presente, tanto más inseguro habrá de ser nuestro juicio sobre el porvenir. Pero, además, precisamente en la formación de este juicio intervienen, en un grado muy difícil de precisar, las esperanzas subjetivas individuales, las cuales dependen, a su vez, de factores puramente personales, esto es, de la experiencia de cada uno y de su actitud más o menos optimista ante la vida, determinada por el temperamento, el éxito o el fracaso. Por último, ha de tenerse también en cuenta el hecho singular de que los hombres viven, en general, el presente con una cierta ingenuidad; esto es, sin poder llegar a valorar exactamente sus contenidos. Para ello tienen que considerarlo a distancia, lo cual supone que el presente ha de haberse convertido en pretérito para que podamos hallar en él puntos de apoyo en que basar un juicio sobre el porvenir.
Así, pues, al ceder a la tentación de pronunciarnos sobre el porvenir probable de nuestra cultura, obraremos prudentemente teniendo en cuenta los reparos antes indicados al mismo tiempo que la inseguridad inherente a toda predicción. Por lo que a mí respecta, tales consideraciones me llevarán a apartarme rápidamente de la magna labor total y a refugiarme en el pequeño sector parcial al que hasta ahora he consagrado mi atención, limitándome a fijar previamente su situación dentro de la totalidad.
La cultura humana -entendiendo por tal todo aquello en que la vida humana ha superado sus condiciones zoológicas y se distingue de la vida de los animales, y desdeñando establecer entre los conceptos de cultura y civilización separación alguna-; la cultura humana; repetimos, muestra como es sabido, al observador dos distintos aspectos. Por un lado, comprende todo el saber y el poder conquistados por los hombres para llegar a dominar las fuerzas de la Naturaleza y extraer los bienes naturales con que satisfacer las necesidades humanas, y por otro, todas las organizaciones necesarias para regular las relaciones de los hombres entre sí y muy especialmente la distribución de los bienes naturales alcanzables. Estas dos direcciones de la cultura no son independientes una de otra; en primer lugar, porque la medida en que los bienes existentes consienten la satisfacción de los instintos ejerce profunda influencia sobre las relaciones de los hombres entre sí; en segundo, porque también el hombre mismo, individualmente considerado, puede representar un bien natural para otro en cuanto éste utiliza su capacidad de trabajo o hace de él su objeto sexual. Pero, además, porque cada individuo es virtualmente un enemigo de la civilización, a pesar de tener que reconocer su general interés humano. Se da, en efecto, el hecho singular de que los hombres, no obstante, serles imposible existir en el aislamiento, sienten como un peso intolerable los sacrificios que la civilización les impone para hacer posible la vida en común. Así, pues, la cultura ha de ser defendida contra el individuo, y a esta defensa responden todos sus mandamientos, organizaciones e instituciones, los cuales no tienen tan sólo por objeto efectuar una determinada distribución de los bienes naturales, sino también mantenerla e incluso defender contra los impulsos hostiles de los hombres los medios existentes para el dominio de la Naturaleza y la producción de bienes. Las creaciones de los hombres son fáciles de destruir, y la ciencia y la técnica por ellos edificada pueden también ser tilizadas para su destrucción.
Experimentamos así la impresión de que la civilización es algo que fue impuesto a una mayoría contraria a ella por una minoría que supo apoderarse de los medios de poder y de coerción. Luego no es aventurado suponer que estas dificultades no son inherentes a la esencia misma de la cultura, sino que dependen de las imperfecciones de las formas de cultura desarrolladas hasta ahora. Es fácil, en efecto, señalar tales imperfecciones. Mientras que en el dominio de la Naturaleza ha realizado la Humanidad continuos progresos y puede esperarlos aún mayores, no puede hablarse de un progreso análogo en la regulación de las relaciones humanas, y probablemente en todas las épocas, como de nuevo ahora, se han preguntado muchos hombres si esta parte de las conquistas culturales merece, en general, ser defendida. Puede creerse en la posibilidad de una nueva regulación de las relaciones humanas, que cegará las fuentes del descontento ante la cultura, renunciando a la coerción y a la yugulación de los instintos, de manera que los hombres puedan consagrarse, sin ser perturbados por la discordia interior, a la adquisición y al disfrute de los bienes terrenos. Esto sería la edad de oro, pero es muy dudoso que pueda llegarse a ello. Parece, más bien, que toda la civilización ha de basarse sobre la coerción y la renuncia a los instintos, y ni siquiera puede asegurarse que al desaparecer la coerción se mostrase dispuesta la mayoría de los individuos humanos a tomar sobre sí la labor necesaria para la adquisición de nuevos bienes. A mi juicio, ha de contarse con el hecho de que todos los hombres integran tendencias destructoras -antisociales y anticulturales- y que en gran número son bastante poderosas para determinar su conducta en la sociedad humana.
Este hecho psicológico presenta un sentido decisivo para el enjuiciamiento de la cultura humana. En un principio pudimos creer que su función esencial era el dominio de la Naturaleza para la conquista de los bienes vitales y que los peligros que la amenazan podían ser evitados por medio de una adecuada distribución de dichos bienes entre los hombres. Mas ahora vemos desplazado el nódulo de la cuestión desde lo material a lo anímico. Lo decisivo está en si es posible aminorar, y en qué medida, los sacrificios impuestos a los hombres en cuanto a la renuncia a la satisfacción de sus instintos, conciliarlos con aquellos que continúen siendo necesarios y compensarles de ellos. El dominio de la masa por una minoría seguirá demostrándose siempre tan imprescindible como la imposición coercitiva de la labor cultural, pues las masas son perezosas e ignorantes, no admiten gustosas la renuncia al instinto, siendo útiles cuantos argumentos se aduzcan para convencerlas de lo inevitable de tal renuncia, y sus individuos se apoyan unos a otros en la tolerancia de su desenfreno. Unicamente la influencia de individuos ejemplares a los que reconocen como conductores puede moverlas a aceptar aquellos esfuerzos y privaciones imprescindibles para la perduración de la cultura. Todo irá entonces bien mientras que tales conductores sean personas que posean un profundo conocimiento de las necesidades de la vida y que se hayan elevado hasta el dominio de sus propios deseos instintivos. Pero existe el peligro de que para conservar su influjo hagan a las masas mayores concesiones que éstas a ellos, y, por tanto, parece necesario que la posesión de medios de poder los haga independientes de la colectividad. En resumen: el hecho de que sólo mediante cierta coerción puedan ser mantenidas las instituciones culturales es imputable a dos circunstancias ampliamente difundidas entre los hombres: la falta de amor al trabajo y la ineficacia de los argumentos contra las pasiones.
Sé de antemano la objeción que se opondrá a estas afirmaciones. Se dirá que la condición que acabamos de atribuir a las colectividades humanas, y en la que vemos una prueba de la necesidad de una coerción que imponga la labor cultural, no es por sí misma sino una consecuencia de la existencia de instituciones culturales defectuosas que han exasperado a los hombres haciéndolos vengativos e inasequibles. Nuevas generaciones, educadas con amor y en la más alta estimación del pensamiento, que hayan experimentado desde muy temprano los beneficios de la cultura, adoptarán también una distinta actitud ante ella, la considerarán como su más preciado patrimonio y estarán dispuestas a realizar todos aquellos sacrificios necesarios para su perduración, tanto en trabajo como en renuncia a la satisfacción de los instintos. Harán innecesaria la coerción y se diferenciarán muy poco de sus conductores. Si hasta ahora no ha habido en ninguna cultura colectividades humanas de esta condición, ello se debe a que ninguna cultura ha acertado aún con instituciones capaces de influir sobre los hombres en tal sentido y precisamente desde su infancia.
Podemos preguntarnos si nuestro dominio sobre la Naturaleza permite ya, o permitirá algún día, el establecimiento de semejantes instituciones culturales, e igualmente de dónde habrán de surgir aquellos hombres superiores, prudentes y desinteresados que hayan de actuar como conductores de las masas y educadores de las generaciones futuras. Puede intimidarnos la magna coerción inevitable para la consecución de estos propósitos. Pero no podemos negar la grandeza del proyecto ni su importancia para el porvenir de la cultura humana. Se nos muestra basado en el hecho psicológico de que el hombre integra las más diversas disposiciones instintivas, cuya orientación definitiva es determinada por las tempranas experiencias infantiles. De este modo, los límites de la educabilidad del hombre supondrán también los de la eficacia de tal transformación cultural. Podemos preguntarnos si un distinto ambiente cultural puede llegar a extinguir, y en qué medida, los dos caracteres de las colectividades humanas antes señaladas que tanto dificultan su conducción. Tal experimento está aún por hacer. Probablemente cierto tanto por ciento de la Humanidad permanecerá siempre asocial, a consecuencia de una disposición patológica o de una exagerada energía de los instintos. Pero si se consigue reducir a una minoría la actual mayoría hostil a la cultura se habrá alcanzado mucho, quizá todo lo posible.
No quisiera despertar la impresión de haberme desviado mucho del camino prescrito a mi investigación y, por tanto, he de afirmar explícitamente que no me he propuesto en absoluto enjuiciar el gran experimento de cultura emprendido actualmente en el amplio territorio situado entre Europa y Asia. Carezco de conocimiento suficiente de la cuestión y de capacidad para pronunciarme sobre sus posibilidades, contrastar la educación de los métodos aplicados a estimar la magnitud del abismo inevitable entre el propósito y la realización. Lo que allí se prepara, inacabado aún, elude, como tal, una precisa observación, a la cual ofrece, en cambio, rica materia nuestra cultura, consolidada hace ya largo tiempo.
HEMOS pasado inadvertidamente de lo económico a lo psicológico. Al principio nos inclinamos a buscar el patrimonio cultural en los bienes existentes y en las instituciones para su distribución. La conclusión de que toda cultura reposa en la imposición coercitiva del trabajo y en la renuncia a los instintos, provocando, por consiguiente, la oposición de aquellos sobre los cuales recaen tales exigencias, nos hace ver claramente que los bienes mismos, los medios para su conquista y las disposiciones para su distribución no pueden ser el contenido único, ni siquiera el contenido esencial de la cultura, puesto que se hallan amenazados por la rebeldía y el ansia de destrucción de los partícipes de la misma. Al lado de los bienes se sitúan ahora los medios necesarios para defender la cultura; esto es, los medios de coerción y los conducentes a reconciliar a los hombres con la cultura y a compensarles sus sacrificios. Estos últimos medios constituyen lo que pudiéramos considerar como el patrimonio espiritual de la cultura.
Con objeto de mantener cierta regularidad en nuestra nomenclatura, denominaremos interdicción al hecho de que un instinto no pueda ser satisfecho, prohibición a la institución que marca tal interdicción y privación al estado que la prohibición trae consigo. Lo más inmediato será establecer una distinción entre aquellas privaciones que afectan a todos los hombres y aquellas otras que sólo recaen sobre grupos, clases o individuos determinados. Las primeras son las más antiguas; con las prohibiciones en las que tienen su origen inició la cultura hace muchos milenios el desligamiento del estado animal primitivo. Para nuestra sorpresa hemos hallado que se mantienen aún en vigor, constituyendo todavía el nódulo de la hostilidad contra la cultura. Los deseos instintivos sobre los que gravitan nacen de nuevo con cada criatura humana. Existe una clase de hombres, los neuróticos, en los que ya estas interdicciones provocan una reacción asocial. Tales deseos instintivos son el incesto, el canibalismo y el homicidio. Extrañará, quizá, ver reunidos estos deseos instintivos, en cuya condenación aparecen de acuerdo todos los hombres, con aquellos otros sobre cuya permisión o interdicción se lucha tan ardientemente en nuestra cultura, pero psicológicamente está justificado. La actitud cultural ante estos más antiguos deseos instintivos no es tampoco uniforme; tan sólo el canibalismo es unánimemente condenado y, salvo para la observación psicoanalítica, parece haber sido dominado por completo. La intensidad de los deseos incestuosos se hace aún sentir detrás de la prohibición, y el homicidio es todavía practicado e incluso ordenado en nuestra cultura bajo determinadas condiciones. Probablemente habrán de sobrevenir nuevas evoluciones de la cultura, en las cuales determinadas satisfacciones de deseos, perfectamente posibles hoy, parecerán tan inadmisibles como hoy la del canibalismo.
Ya en estas más antiguas renuncias al instinto interviene un factor psicológico que integra también suma importancia en todas las ulteriores. Es inexacto que el alma humana no haya realizado progreso alguno desde los tiempos más primitivos y que, en contraposición a los progresos de la ciencia y la técnica, sea hoy la misma que al principio de la Historia. Podemos indicar aquí uno de tales progresos anímicos. Una de las características de nuestra evolución consiste en la transformación paulatina de la coerción externa en coerción interna por la acción de una especial instancia psíquica del hombre, el super-yo, que va acogiendo la coerción externa entre sus mandamientos.
En todo niño podemos observar el proceso de esta transformación, que es la que hace de él un ser moral y social. Este robustecimiento del super-yo es uno de los factores culturales psicológicos más valiosos. Aquellos individuos en los cuales ha tenido efecto cesan de ser adversarios de la civilización y se convierten en sus más firmes substratos. Cuanto mayor sea su número en un sector de cultura, más segura se hallará ésta y antes podrá prescindir de los medios externos de coerción. La medida de esta asimilación de la coerción externa varía mucho según el instinto sobre el cual recaiga la prohibición.
En cuanto a las exigencias culturales más antiguas, antes detalladas, parece haber alcanzado -si excluimos a los neuróticos, excepción indeseada- una gran amplitud. Pero su proporción varía mucho con respecto a los demás instintos. Al volver a ellos nuestra vista, advertimos con sorpresa y alarma que una multitud de individuos no obedece a las prohibiciones culturales correspondientes más que bajo la presión de la coerción externa; esto es, sólo mientras tal coerción constituye una amenaza real e ineludible. Así sucede muy especialmente en lo que se refiere a las llamadas exigencias morales de la civilización, prescritas también por igual a todo individuo. La mayor parte de las transgresiones de que los hombres se hacen culpables lesionan estos preceptos. Infinitos hombres civilizados, que retrocederían temerosos ante el homicidio o el incesto, no se privan de satisfacer su codicia, sus impulsos agresivos y sus caprichos sexuales, ni de perjudicar a sus semejantes con la mentira, el fraude y la calumnia cuando pueden hacerlo sin castigo, y así viene sucediendo, desde siempre, en todas las civilizaciones.
En lo que se refiere a las restricciones que sólo afectan a determinadas clases sociales, la situación se nos muestra claramente y no ha sido nunca un secreto para nadie. Es de suponer que estas clases postergadas envidiarán a las favorecidas sus privilegios y harán todo lo posible por libertarse del incremento especial de privación que sobre ellas pesa. Donde no lo consigan, surgirá en la civilización correspondiente un descontento duradero que podrá conducir a peligrosas rebeliones. Pero cuando una civilización no ha logrado evitar que la satisfacción de un cierto número de sus partícipes tenga como premisa la opresión de otros, de la mayoría quizá -y así sucede en todas las civilizaciones actuales-, es comprensible que los oprimidos desarrollen una intensa hostilidad contra la civilización que ellos mismos sostienen con su trabajo, pero de cuyos bienes no participan sino muy poco. En este caso no puede esperarse por parte de los oprimidos una asimilación de las prohibiciones culturales, pues, por el contrario, se negarán a reconocerlas, tenderán a destruir la civilización misma y eventualmente a suprimir sus premisas. La hostilidad de estas clases sociales contra la civilización es tan patente que ha monopolizado la atención de los observadores, impidiéndoles ver la que latentemente abrigan también las otras capas sociales más favorecidas. No hace falta decir que una cultura que deja insatisfecho a un núcleo tan considerable de sus partícipes y los incita a la rebelión no puede durar mucho tiempo, ni tampoco lo merece.
El grado de asimilación de los preceptos culturales -o dicho de un modo popular y nada psicológico: el nivel moral de los partícipes de una civilización- no es el único patrimonio espiritual que ha de tenerse en cuenta para valorar la civilización de que se trate. Ha de atenderse también a su acervo de ideales y a su producción artística; esto es, a las satisfacciones extraídas de estas dos fuentes.
Nos inclinaremos demasiado fácilmente a incluir entre los bienes espirituales de una civilización sus ideales; esto es, las valoraciones que determinan en ella cuáles son los rendimientos más elevados a los que deberá aspirarse.
Al principio parece que estos ideales son los que han determinado y determinan los rendimientos de la civilización correspondiente, pero no tardamos en advertir que, en realidad, sucede todo lo contrario; los ideales quedan forjados como una secuela de los primeros rendimientos obtenidos por la acción conjunta de las dotes intrínsecas de una civilización y las circunstancias externas, y estos primeros rendimientos son retenidos ya por el ideal para ser continuados. Así, pues, la satisfacción que el ideal procura a los partícipes de una civilización es de naturaleza narcisista y reposa en el orgullo del rendimiento obtenido. Para ser completa precisa de la comparación con otras civilizaciones que han tendido hacia resultados distintos y han desarrollado ideales diferentes. De este modo, los ideales culturales se convierten en motivo de discordia y hostilidad entre los distintos sectores civilizados, como se hace patente entre las naciones.
La satisfacción narcisista, extraída del ideal cultural, es uno de tos poderes que con mayor éxito actúan en contra de la hostilidad adversa a la civilización, dentro de cada sector civilizado. No sólo las clases favorecidas que gozan de los beneficios de la civilización correspondiente sino también las oprimidas participan de tal satisfacción, en cuanto el derecho a despreciar a los que no pertenecen a su civilización les compensa de las imitaciones que la misma se impone a ellos. Cayo es un mísero plebeyo agobiado por los tributos y las prestaciones personales, pero es también un romano, y participa como tal en la magna empresa de dominar a otras naciones e imponerles leyes. Esta identificación de los oprimidos con la clase que los oprime y los explota no es, sin embargo, más que un fragmento de una más amplia totalidad, pues, además, los oprimidos pueden sentirse efectivamente ligados a los opresores y, a pesar de su hostilidad, ver en sus amos su ideal. Si no existieran estas relaciones, satisfactorias en el fondo, sería incomprensible que ciertas civilizaciones se hayan conservado tanto tiempo, a pesar de la justificada hostilidad de grandes masas de hombres.
La satisfacción que el arte procura a los partícipes de una civilización es muy distinta, aunque, por lo general, permanece inasequible a las masas, absorbidas por el trabajo agotador y poco preparadas por la educación. Como ya sabemos, el arte ofrece satisfacciones sustitutivas compensadoras de las primeras y más antiguas renuncias impuestas por la civilización al individuo -las más hondamente sentidas aún-, y de este modo es lo único que consigue reconciliarle con sus sacrificios. Pero, además, las creaciones del arte intensifican los sentimientos de identificación, de los que tanto precisa todo sector civilizado, ofreciendo ocasiones de experimentar colectivamente sensaciones elevadas. Por último, contribuyen también a la satisfacción narcisista cuando representan el rendimiento de una civilización especial y expresan en forma impresionante sus ideales.
No hemos citado aún el elemento más importante del inventario psíquico de una civilización. Nos referimos a sus representaciones religiosas -en el más amplio sentido- o, con otras palabras que más tarde justificaremos, a sus ilusiones.
EN qué consiste el singular valor de las ideas religiosas?
Hemos hablado de una hostilidad contra la civilización, engendrada por la presión que la misma ejerce sobre el individuo, imponiéndole la renuncia a los instintos. Supongamos levantadas de pronto a sus prohibiciones: el individuo podrá elegir como objeto sexual a cualquier mujer que encuentre a su gusto, podrá desembarazarse sin temor alguno de los rivales que se la disputen y, en general, de todos aquellos que se interpongan de algún modo en su camino, y podrá apropiarse los bienes ajenos sin pedir siquiera permiso a sus dueños. La vida parece convertirse así en una serie ininterrumpida de satisfacciones. Pero en seguida tropezamos con una primera dificultad. Todos los demás hombres abrigan los mismos deseos que yo, y no han de tratarme con más consideración que yo a ellos. Resulta, pues, que en último término sólo un único individuo puede llegar a ser ilimitadamente feliz con esta supresión de las restricciones de la civilización: un tirano, un dictador que se haya apoderado de todos los medios de poder, y aun para este individuo será muy deseable que los demás observen, por lo menos, uno de los mandamientos culturales: el de no matar.
Pero el hecho de aspirar a una supresión de la cultura testimoniaría de una ingratitud manifiesta y de una acusada miopía espiritual. Suprimida la civilización, lo que queda es el estado de naturaleza, mucho más difícil de soportar. Desde luego, la Naturaleza no impone la menor limitación a nuestros instintos y nos deja obrar con plena libertad; pero, en último término, posee también su modo especial de limitarnos: nos suprime, a nuestro juicio, con fría crueldad, y preferentemente con ocasión de nuestras satisfacciones. Precisamente estos peligros, con los que nos amenaza la Naturaleza, son los que nos han llevado a unirnos y a crear la civilización que, entre otras cosas, ha de hacer posible la vida en común. La función capital de la cultura, su verdadera razón de ser, es defendernos contra la Naturaleza.
En algunos puntos lo ha conseguido ya bastante y es de esperar que vaya lográndolo cada vez mejor; pero nadie cae en el error de creer ya totalmente sojuzgada a la Naturaleza, y sólo algunos se atreven a esperar que llegará un día en el cual quede sometida por completo a los hombres. Están los elementos que parecen burlarse de toda coerción humana: la tierra, que tiembla, se abre y sepulta a los hombres con la obra de su trabajo; el agua, que inunda y ahoga; la tempestad, que destruye y arruina, y las enfermedades, en las que sólo recientemente hemos reconocido los ataques de otros seres animados; está, por último, el doloroso enigma de la muerte, contra la cual no se ha hallado aún, ni se hallará probablemente, la triaca. Con estas poderosas armas se alza contra nosotros la Naturaleza, magna, cruel e inexorable, y presenta una y otra vez a nuestros ojos nuestra debilidad y nuestra indefensión, a las que pretendíamos escapar por medio de la obra de la cultura. Una de las pocas impresiones satisfactorias y elevadas que la Humanidad nos procura es la de verla olvidar, ante una catástrofe natural, la inconsistencia de su civilización, todas sus dificultades y sus disensiones internas, y recordar la gran obra común, su conservación contra la prepotencia de la Naturaleza.
Como para la Humanidad en conjunto, también para el individuo la vida es difícil de soportar. La civilización de la que participa le impone determinadas privaciones, y los demás hombres le inflingen cierta medida de sufrimiento, bien a pesar de los preceptos de la civilización, bien a consecuencia de la imperfección de la misma, agregándose a todo esto los daños que recibe de la Naturaleza indominada, a la que él llama el destino. Esta situación ha de provocar en el hombre un continuo temor angustiado y una grave lesión de su narcisismo natural. Sabemos ya cómo reacciona el individuo a los daños que le infiere la civilización o le son causados por los demás: desarrolla una resistencia proporcional contra las instituciones de la civilización correspondiente, cierto grado de hostilidad contra la cultura. Pero, ¿cómo se defiende de los poderes prepotentes de la Naturaleza, de la amenaza del destino?
La civilización toma también a su cargo esta función defensora y la cumple por todos y para todos en igual forma, dándose el hecho singular de que casi todas las civilizaciones proceden aquí del mismo modo. No detiene en este punto su labor de defender al hombre contra la Naturaleza, sino que la continúa con otros medios. Esta función toma ahora un doble aspecto: el hombre, gravemente amenazado, demanda consuelo, pide que el mundo y la vida queden libres de espantos; pero, al mismo tiempo, su ansia de saber, impulsada, desde luego; por decisivos intereses prácticos, exige una respuesta.
El primer caso es ya una importante conquista. Consiste en humanizar la Naturaleza. A las fuerzas impersonales, al destino, es imposible aproximarse; permanecen eternamente incógnitas. Pero si en los elementos rugen las mismas pasiones que en el alma del hombre, si la muerte misma no es algo espontáneo, sino el crimen de una voluntad perversa; si la Naturaleza está poblada de seres como aquellos con los que convivimos, respiraremos aliviados, nos sentiremos más tranquilos en medio de lo inquietante y podremos elaborar psíquicamente nuestra angustia. Continuamos acaso inermes, pero ya no nos sentimos, además, paralizados; podemos, por lo menos, reaccionar e incluso nuestra indefensión no es quizá ya tan absoluta, pues podemos emplear contra estos poderosos superhombres que nos acechan fuera los mismos medios de que nos servimos dentro de nuestro círculo social; podemos intentar conjurarlos, apaciguarlos y sobornarlos, despojándoles así de una parte de su poderío. Esta sustitución de una ciencia natural por una psicología no sólo proporciona al hombre un alivio inmediato, sino que le muestra el camino por el que llega a dominar más ampliamente la situación.
Esta situación no constituye, en efecto, nada nuevo. Tiene un precedente infantil, y no es, en realidad, más que la continuación del mismo. De niños, todos hemos pasado por un período de indefensión con respecto a nuestros padres -a nuestro padre, sobre todo-, que nos inspiraba un profundo temor, aunque al mismo tiempo estábamos seguros de su protección contra los peligros que por entonces conocíamos. Así, no era difícil asimilar ambas situaciones, proceso en el cual hubo de intervenir también, como en la vida onírica, el deseo. Cuando un presagio de muerte asalta al durmiente y quiere hacerle asistir a su propio entierro, la elaboración onírica sabe elegir las circunstancias en las cuales también este suceso tan temido se convierte en la realización de un deseo, y el durmiente se ve en un sepulcro etrusco, al que ha descendido encantado de poder satisfacer sus curiosidades arqueológicas. Obrando de un modo análogo, el hombre no transforma sencillamente las fuerzas de la Naturaleza en seres humanos, a los que puede tratar de igual a igual -cosa que no correspondería a la impresión de superioridad que tales fuerzas le producen-, sino que las reviste de un carácter paternal y las convierte en dioses, conforme a un prototipo infantil, y también, según hemos intentado ya demostrar en otro lugar, a un prototipo filogénico.
Andando el tiempo surgen luego las primeras observaciones de la regularidad y la normatividad de los fenómenos físicos, y las fuerzas naturales pierden sus caracteres humanos. Pero la indefensión de los hombres continúa, y con ello perdura su necesidad de una protección paternal y perduran los dioses, a los cuales se sigue atribuyendo una triple función: espantar los terrores de la Naturaleza, conciliar al hombre con la crueldad del destino, especialmente tal y como se manifiesta en la muerte, y compensarle de los dolores y las privaciones que la vida civilizada en común le impone.
Pero poco a poco va desplazándose el acento dentro de estas funciones. Se observa que los fenómenos naturales se desarrollan espontáneamente conforme a las leyes internas, pero los dioses no dejan por ello de seguir siendo dueños y señores de la Naturaleza: la han creado y organizado de esta suerte y pueden ya abandonarla a sí misma. Sólo de cuando en cuando intervienen en su curso con algún milagro, como para demostrar que no han renunciado a nada de lo que constituía su poder primitivo. Por lo que respecta a la distribución de los destinos humanos, perdura siempre una inquieta sospecha de que la indefensión y el abandono de los hombres tienen poco remedio. En ese punto fallan enseguida los dioses, y si realmente son ellos quienes marcan a cada hombre su destino, es de pensar que sus designios son impenetrables. El pueblo mejor dotado de la antigüedad vislumbró la existencia de un poder superior a los dioses -la moira-, y sospechó que éstos mismos tenían marcados sus destinos. Cuanto más independiente se hace la Naturaleza y más se retiran de ella los dioses, tanto más interesante van concentrándose las esperanzas en derredor de la tercera de las funciones a ellos encomendadas, llegando a ser así lo moral su verdadero dominio. De este modo, la función encomendada a la divinidad resulta ser la de compensar los defectos y los daños de la civilización, precaver los sufrimientos que los hombres se causan unos a otros en la vida en común y velar por el cumplimiento de los preceptos culturales, tan mal seguidos por los hombres. A estos preceptos mismos se les atribuye un origen divino, situándolos por encima de la sociedad humana y extendiéndolos al suceder natural y universal.
Se crea así un acervo de representaciones, nacido de la necesidad de hacer tolerable la indefensión humana, y formado con el material extraído del recuerdo de la indefensión de nuestra propia infancia individual y de la infancia de la Humanidad. Fácilmente se advierte que este tesoro de representaciones protege a los hombres en dos direcciones distintas: contra los peligros de la Naturaleza y del destino y contra los daños de la propia sociedad humana. Su contenido, sintéticamente enunciado, es el siguiente: la vida en este mundo sirve a un fin más alto, nada fácil de adivinar desde luego, pero que significa seguramente un perfeccionamiento del ser humano. El objeto de esta superación y elevación ha de ser probablemente la parte espiritual del hombre, el alma, que tan lenta y rebeldemente se ha ido separando del cuerpo en el transcurso de los tiempos. Todo lo que en este mundo sucede, sucede en cumplimiento de los propósitos de una inteligencia superior, que, por caminos y rodeos difíciles de perseguir, lo conduce todo en definitiva hacia el bien; esto es, hacia lo más satisfactorio para el hombre. Sobre cada uno de nosotros vela una guarda bondadosa, sólo en apariencia severa, que nos preserva de ser juguete de las fuerzas naturales, prepotentes e inexorables. La muerte misma no es un aniquilamiento, un retorno a lo inanimado inorgánico, sino el principio de una nueva existencia y el tránsito a una evolución superior. Por otro lado las mismas leyes morales que nuestras civilizaciones han estatuido rigen también el suceder universal, guardadas por una suprema instancia justiciera, infinitamente más poderosa y consecuente. Todo lo bueno encuentra al fin su recompensa, y todo lo malo, su castigo, cuando no ya en esta vida sí en las existencias ulteriores que comienzan después de la muerte.
De este modo quedan condenados a desaparecer todos los terrores, los sufrimientos y asperezas de la vida. La vida de ultratumba, que continúa nuestra vida terrenal como la parte invisible del espectro solar, continúa la visible, trae consigo toda la perfección que aquí hemos echado de menos. La suprema sabiduría que dirige este proceso, la suprema bondad que en él se manifiesta y la justicia que en él se cumple son los atributos de los seres divinos que nos han creado y han creado el Universo entero. O, mejor dicho, de aquel único ser divino, en el que nuestras civilizaciones han condensado el politeísmo de épocas anteriores. El pueblo que primero consiguió semejante condensación de los atributos divinos se mostró muy orgulloso de tal progreso. Había revelado el nódulo paternal, oculto desde siempre detrás de toda imagen divina. Pero, en el fondo, esto no significa sino un retroceso a los comienzos históricos de la idea de Dios.
No habiendo ya más que un solo y único Dios, las relaciones con él pudieron recobrar todo el fervor y toda la intensidad de las relaciones infantiles del individuo con su padre. Mas a cambio de tanto amor se quiere una recompensa: ser el hijo predilecto, el pueblo elegido. Mucho tiempo después ha elevado la piadosa América la pretensión de ser God's own country, y lo es ciertamente en cuanto a una de las formas bajo las cuales adoran los hombres a la divinidad.
Las ideas religiosas sintéticamente enunciadas en lo que precede han pasado, claro está, por una larga evolución y han sido retenidas por diversas civilizaciones en distintas fases. En el presente ensayo hemos aislado una sola de estas fases evolutivas: la de su cristalización definitiva en nuestra actual civilización blanca, cristiana. No es difícil observar que en el conjunto formado por estas ideas no todos los elementos armonizan igualmente bien entre sí, y que ni se da con ellas respuesta a todas las interrogaciones apremiantes ni resulta tampoco tarea fácil defenderlas de la constante contradicción de la experiencia cotidiana. Pero así y todo, estas representaciones, religiosas en el más amplió sentido, pasan por ser el tesoro más precioso de la civilización, lo más valioso que la misma puede ofrecer a sus partícipes, y son más estimables que las artes de beneficiar los tesoros de la tierra procurar a la Humanidad su alimento o vencer las enfermedades. Los hombres creen no poder soportar la vida si no dan a estas representaciones todo el valor al que para ellas se aspira. Habremos, pues, de preguntarnos qué significan estas ideas a la luz de la Psicología, de dónde extraen su alta estimación y -con interrogación harto tímida- cuál es su verdadero valor.
UNA investigación que avanza libre de objeciones exteriores, cómo un monólogo, corre cierto peligro. Es muy difícil ceder, además, a la tentación de apartar a un lado aquellas ideas propias que tratan de interrumpirla, y todo ello se paga con una sensación de inseguridad que luego se quiere encubrir por medio de conclusiones demasiado radicales. Así, pues, situaré frente a mí un adversario que siga mi exposición con desconfiada crítica y le cederé la palabra de cuando en cuando.
Por lo pronto le oigo ya decir: «Se ha servido usted repetidamente de expresiones que me han producido cierta extrañeza. Ha dicho usted, por ejemplo, que la civilización crea las representaciones religiosas y las pone a disposición de sus partícipes. Sin saber a punto fijo por qué, encuentro en estas afirmaciones algo extraño. No las encuentro tan naturales como encontraría, por ejemplo, la de que la civilización ha regulado el reparto de los productos del trabajo o los derechos sobre la mujer y el hijo.»
A mi juicio, tales afirmaciones están plenamente justificadas. He intentado mostrar que las representaciones religiosas han nacido de la misma fuente que todas las demás conquistas de la cultura: de la necesidad de defenderse contra la abrumadora prepotencia de la Naturaleza; necesidad a la que más tarde se añadió un segundo motivo: el impulso a corregir las penosas imperfecciones de la civilización. También es absolutamente exacto decir que la civilización procura al individuo estas ideas, pues el individuo las encuentra ya acabadas entre sí, y sería incapaz de hallarlas por sí mismo. Son para él como la tabla de multiplicar o la geometría: un legado de generaciones anteriores. La sensación de extrañeza que usted me objeta puede provenir, en parte, de que las ideas religiosas nos son presentadas como una revelación divina. Pero esa pretensión es ya una parte del sistema religioso, y desatiende por completo la evolución histórica de tales ideas y sus diferencias en las distintas épocas y civilizaciones.
«Hay todavía otra objeción que creo más importante. Hace usted nacer el antropomorfismo de la Naturaleza de la necesidad de poner término a la perplejidad y a la indefensión de los hombres ante las fuerzas naturales tan temidas; entrar en relación con ellas y conquistar sobre ellas alguna influencia. A mi juicio, resulta completamente innecesario buscar semejante motivación. El hombre primitivo no puede hacer otra cosa; su pensamiento no puede seguir otro camino. El impulso a proyectar en el mundo su propio ser y ver en todos los sucesos que observa manifestaciones de seres análogos en el fondo a él mismo es algo natural y como innato en él. Es su único método de comprensión. Y el hecho de que abandonándose así simplemente a sus disposiciones naturales consiga satisfacer una de sus grandes necesidades, no es, desde luego, nada esperado y axiomático, sino una coincidencia harto singular.»
Yo no lo encuentro tan chocante. ¿O acaso cree usted que el pensamiento del hombre no conoce motivo práctico alguno y es tan sólo la expresión de una curiosidad desinteresada? No me parece probable. Creo más bien que al personificar las fuerzas de la Naturaleza sigue el hombre un precedente infantil. En su primera infancia descubrió ya que para llegar a adquirir alguna influencia sobre las personas que le rodeaban le era preciso entrar en relación con ellas, y posteriormente aplica este método, con igual propósito, a todo aquello que a su paso encuentra. No contradigo, pues, su observación descriptiva. Efectivamente, la tendencia a personificar todo aquello que quiere comprender -el dominio físico como preparación del dominio psíquico- es un impulso natural del hombre; pero yo expongo, además, el motivo y la génesis de esta peculiaridad del pensamiento humano.
«Un tercer reparo: en su libro Totem y tabú ha tratado usted ya anteriormente del origen de la religión. Pero con muy distinto criterio. Allí todo queda reducido a la relación paternofilial. Dios es una superación del padre, y la necesidad de una instancia protectora -la nostalgia de un padre- es la raíz de la necesidad religiosa. Posteriormente parece haber descubierto usted un nuevo factor: la impotencia y la indefensión humana, al que se adscribe corrientemente el papel principal en el origen de la religión, y ahora atribuye usted a la indefensión todo lo que antes era complejo paterno. ¿Puedo preguntarle a usted las razones de esta rectificación?»
Desde luego. Esperaba su demanda. En realidad no hay tal rectificación. En la obra a que usted se refiere, Totem y tabú, no se trataba de explicar la génesis de las religiones, sino únicamente la del totemismo. ¿Puede usted acaso explicar desde alguno de los puntos de vista conocidos por la primera forma en que la divinidad protectora se reveló a los hombres fuese la de un animal, y que se instituyera, al mismo tiempo que la prohibición de matar a dicho animal y comer de su carne, la costumbre solemne de sacrificarlo y comerlo una vez al año en colectividad? Esto es precisamente lo que sucede en el totemismo. Y no merece la pena discutir si el totemismo puede o no ser considerado como una religión. Entraña íntimas relaciones con las posteriores religiones deístas, y los animales totémicos se convierten luego en animales sagrados, adscritos a los distintos dioses. Igualmente las primeras restricciones morales, las más decisivas y profundas -la prohibición del incesto y del homicidio-, nacen en los dominios del totemismo. Acepte usted o no las conclusiones deducidas en Totem y tabú, habrá de reconocer que en este libro quedan reunidas en un todo consistente muchas cosas singulares antes inconexas. Desde luego, apenas rozamos en él la razón de que el dios zoológico resultase a larga insuficiente, teniendo que ser sustituido por un dios humano, y ni siquiera mencionamos varios otros problemas del origen de las religiones. Pero esta limitación de nuestro campo de estudio no equivale a una negación de la existencia de tales problemas. Nuestro trabajo se limitaba rigurosamente a definir la posible colaboración del psicoanálisis en la solución del problema religioso. Si ahora intento añadir otros factores menos ocultos no debe usted acusarme de contradicción, como tampoco antes hubiese sido justo tacharme de unilateral. De mi cuenta corre, naturalmente, indicar el enlace entre lo anteriormente dicho y lo que ahora trato de exponer entre la motivación profunda y la manifiesta entre el complejo paterno y la impotencia y necesidad de protección del hombre.
No es nada difícil hallar dicho enlace. Lo encontramos en las relaciones de la indefensión del niño con la del adulto, continuación de ella, resultando así, como era de esperar, que la motivación psicoanalítica de la génesis de la religión constituye la aportación infantil a su motivación manifiesta. Vamos a transferirnos a la vida anímica del niño pequeño. ¿Recuerda usted el proceso de la elección de objeto conforme al tipo infantil del que nos habla el análisis? La libido sigue los caminos de las necesidades narcisistas y se adhiere a aquellos objetos que aseguran la satisfacción de las mismas. De este modo la madre, que satisface el hambre, se constituye en el primer objeto amoroso y, desde luego, en la primera protección contra los peligros que nos amenazan desde el mundo exterior en la primera protección contra la angustia, podríamos decir.
Sin embargo, la madre no tarda en ser sustituida en esta función por el padre, más fuerte, que la conserva ya a través de toda la infancia. Pero la relación del niño con el padre entraña una singular ambivalencia. En la primera fase de las relaciones del niño con la madre, el padre constituía un peligro y, en consecuencia, inspiraba tanto temor como cariño y admiración. Todas las religiones muestran profundamente impresos los signos de esta ambivalencia de la relación con el padre, según lo expusimos ya en Totem y tabú, cuando el individuo en maduración advierte que está predestinado a seguir siendo siempre un niño necesitado de protección contra los temibles poderes exteriores, presta a tal instancia protectora los rasgos de la figura paterna y crea sus dioses, a los que, sin embargo, de temerlos, encargará de su protección. Así, pues, la nostalgia de un padre y la necesidad de protección contra las consecuencias de la impotencia humana son la misma cosa. La defensa contra la indefensión infantil presta a la reacción ante la impotencia que el adulto ha de reconocer, o sea, precisamente a la génesis de la religión, sus rasgos característicos. Pero no entra en nuestros propósitos adentrarnos más en la investigación del desarrollo de la idea de Dios. A lo que hemos de atender es al acabado tesoro de representaciones religiosas que la civilización procura al individuo.
VOLVIENDO a nuestra investigación, ¿cuál será, pues, la significación psicológica de las representaciones religiosas y dónde podremos clasificarlas?
Al principio no parece nada fácil dar respuesta a estas interrogaciones. Después de rechazar varias fórmulas nos atendremos a la siguiente: son principios y afirmaciones sobre hechos y relaciones de la realidad exterior (o interior) en los que se sostiene algo que no hemos hallado por nosotros mismos y que aspiran a ser aceptados como ciertos. Particularmente estimados por ilustrarnos sobre lo más importante e interesante de la vida, ha de considerarse muy ignorante a quien nada sabe de ellos, y el que los acoge entre sus conocimientos, puede tenerse por considerablemente enriquecido.
Naturalmente hay muchos principios semejantes sobre las cosas más diversas de este mundo. Toda enseñanza está llena de ellos. Elijamos la clase de Geografía: en ella nos dicen que la ciudad de Constanza se alza en la orilla del lago de su nombre. Y una canción estudiantil añade: «El que no lo crea, que vaya y lo vea.» Yo he ido allí casualmente y puedo confirmar que la bella ciudad se encuentra emplazada a orillas de una vasta superficie líquida, conocida entre los habitantes del contorno con el nombre de lago de Constanza. Estoy, pues, plenamente convencido de la exactitud de aquella afirmación geográfica. A este propósito recuerdo ahora otro singular suceso de mi vida. Siendo ya un hombre maduro, hice un viaje a Grecia. La primera vez que me hallé sobre la colina de la Acrópolis ateniense, entre las ruinas de sus templos y teniendo a mis pies el mar azul, sentí mezclarse a mi felicidad un cierto asombro: ¡aquello era realmente tal y como nos lo habían descrito en el colegio! ¡Ciertamente, no debió de ser mucha mi fe en la verdad real de lo que oía a mis profesores cuando tanto me asombraba ahora verlo confirmado! Pero no quiero acentuar demasiado esta interpretación de aquel suceso, pues mi asombro admite también una explicación distinta, totalmente subjetiva y relacionada con la peculiaridad del lugar, explicación que no se me ocurrió de momento.
Así, pues, todos estos principios aspiran a ser aceptados como ciertos, pero no sin fundamentar tal aspiración. Se presentan como el resultado abreviado de un largo proceso mental, basado en la observación y, desde luego, también en la deducción, y si hay quien prefiere seguir por sí mismo tal proceso, en lugar de aceptar su resultado le señalan el camino. Asimismo se indica siempre la fuente del conocimiento, integrado en el principio de que se trate, cuando el mismo no puede considerarse axiomático, como sucede con las afirmaciones geográficas. Al afirmar, por ejemplo, que la Tierra es redonda, se aducen, como pruebas, el experimento del péndulo de Foucault, la curva del horizonte y la posibilidad de circunnavegar la Tierra. Pero como es imposible hacer realizar a todos los alumnos un viaje alrededor del mundo -cosa que reconocen sin excepción los interesados-, no hay más remedio que dejarles abrir un amplio margen de confianza a las enseñanzas escolares, sabiendo, de todos modos, que siempre tienen abierto el camino para comprobarlas personalmente.
Intentemos medir con la misma medida los principios religiosos. Si preguntamos en qué se funda su aspiración a ser aceptados como ciertos, recibiremos tres respuestas singularmente desacordes. Se nos dirá primeramente que debemos aceptarlos porque ya nuestros antepasados los creyeron ciertos; en segundo lugar, se nos aducirá la existencia de pruebas que nos han sido transmitidas por tales generaciones anteriores y, por último, se nos hará saber que está prohibido plantear interrogación alguna sobre la credulidad de tales principios. Tal atrevimiento hubo de castigarse en épocas pasadas con penas severísimas; todavía actualmente lo ve con disgusto la sociedad.
Esta última respuesta ha de parecernos singularmente sospechosa. El motivo de semejante prohibición no puede ser sino que la misma sociedad conoce muy bien el escaso fundamento de las exigencias que plantea con respecto a sus teorías religiosas. Si así no fuera, se apresurarían a procurar a todo el que quisiera convencerse por sí mismo los medios necesarios. Así, pues, emprenderemos ya con extrema desconfianza el examen de las dos otras pruebas. Debemos creer porque nuestros antepasados creyeron. Pero estos antepasados nuestros eran mucho más ignorantes que nosotros. Creyeron cosas que hoy nos es imposible aceptar. Es, por tanto, muy posible que suceda lo mismo con las doctrinas religiosas. Las pruebas que nos han transmitido aparecen incluidas en escritos falsos de toda garantía, contradictorios y falseados. De poco sirve que se atribuya a su texto literal o solamente a su contenido la categoría de revelación divina, pues tal afirmación es ya por sí misma una parte de aquellas doctrinas, cuya credibilidad se trata de investigar, y ningún principio puede demostrarse a sí mismo.
Llegamos así al resultado singular de que precisamente aquellas tesis de nuestro patrimonio cultural que mayor importancia podían entrañar para nosotros, y a las que corresponde la labor de aclararnos los enigmas del mundo y reconciliarnos con el dolor de la vida, son las que menos garantías nos ofrecen. Si un hecho tan indiferente para nosotros como el de que las ballenas sean animales vivíparos, y no ovíparos, fuera igualmente difícil de demostrar, no nos decidiríamos nunca a creerlo.
Esta situación es ya por sí misma un curioso problema psicológico. No deberá tampoco creerse que las observaciones precedentes sobre la indemostrabilidad de las doctrinas religiosas contienen nada nuevo. La imposibilidad de demostrarlas se ha hecho sentir en todos los tiempos y a todos los hombres, incluso a aquellos antepasados nuestros que nos han legado la herencia religiosa. Muchos de ellos alimentaron seguramente nuestras mismas dudas, pero gravitaba sobre ellos una presión demasiado intensa para que se atrevieran a manifestarlas. Y desde entonces, estas dudas han atormentado a infinitos hombres que intentaron reprimirlas porque se suponían obligados a creer; muchas inteligencias han naufragado bajo la pesadumbre de tal conflicto, y muchos caracteres han sufrido grave lesión en las transacciones en las que trataron de hallar una salida.
Al advertir que todas las pruebas que se nos aducen en favor de la credibilidad de los principios religiosos proceden del pasado, habremos de investigar si el presente -mejor capacitado para juzgar- puede ofrecernos también alguna. Si de este modo se consiguiera sustraer a la duda, aunque sólo fuera un único fragmento del sistema religioso, la totalidad del mismo ganaría extraordinariamente en credibilidad. Con este punto se enlaza la actividad de los espiritistas, que se declaran convencidos de la perduración del alma individual y nos quieren demostrar irrebatiblemente este principio de la doctrina religiosa. Por desgracia, no consiguen rebatir victoriosamente la objeción de que todas las apariciones y manifestaciones de sus espíritus no son sino productos de su propia actividad psíquica. Han evocado los espíritus de los grandes hombres y de los pensadores más sobresalientes; pero todas las manifestaciones y todas las noticias que por ellos han obtenido han sido tan simples, tan desconsoladoramente vacías, que lo más que pueden probar es una singular capacidad de los espíritus para adaptarse al nivel intelectual de aquellos que los conjuran.
Habremos de recordar ahora dos tentativas que dan la impresión de constituir un esfuerzo convulsivo por eludir el problema. Una de ellas, singularmente violenta, es muy antigua; la otra es sutil y moderna. La primera es el credo quia absurdum de un padre de la Iglesia. Esto quiere decir que las doctrinas religiosas están sustraídas a las exigencias de la razón, hallándose por encima de ella. No necesitamos comprenderlas, basta con que sintamos interiormente su verdad. Pero este «credo» sólo como una forzada confesión resulta interesante. Como mandamiento no puede obligar a nadie. ¿Habremos de obligarnos acaso a creer cualquier absurdo? Y si no, ¿por qué precisamente éste? No hay instancia alguna superior a la razón. Si la verdad de las doctrinas religiosas depende de un suceso interior que testimonia de ella, ¿que haremos con los hombres en cuya vida interna no surge jamás tal suceso nada frecuente? Podemos exigir a todos los hombres que hagan uso de su razón; lo que no es posible es instituir una obligación para todos sobre una base que sólo en muy pocos existe. Si uno de ellos ha conquistado la indestructible convicción de la verdad real de las doctrinas religiosas en un momento de profundo éxtasis emotivo, ¿qué puede significar eso para los demás?
La segunda tentativa es la realizada por la filosofía del «como si». Según ella, en nuestra actividad mental existen numerosas hipótesis que sabemos faltas de todo fundamento o incluso absurdas. Las definimos como ficciones; pero, en atención a diversos motivos prácticos, nos conducimos «como si» las creyésemos verdaderas. Tal sería el caso de las doctrinas religiosas a causa de su extraordinaria importancia para la conservación de la sociedad humana. Esta argumentación no difiere gran cosa del credo quia absurdum. Pero, a mi juicio, la pretensión de la filosofía del «como si» sólo puede ser planteada y aceptada por un filósofo. El hombre de pensamiento no influido por las artes de la Filosofía no podrá aceptarla jamás. No podrá nunca conceder un valor a cosas declaradas de antemano absurdas y contrarias a la razón, ni ser movido a renunciar, precisamente en cuanto a uno de sus intereses más importantes, a aquellas garantías que acostumbra a exigir en el resto de sus actividades. Recuerdo aquí la conducta de uno de mis hijos, que se distinguió muy tempranamente por su amor a la verdad objetiva. Cuando alguien empezaba a contar un cuento que los demás niños se disponían a escuchar devotamente, se acercaba al narrador y le preguntaba: «¿Es una historia verdadera?» Y al oír que no, se alejaba con gesto despreciativo. Es de esperar que los hombres no tarden en conducirse parecidamente ante las fábulas religiosas, a pesar de la intercesión del «como si».
Mas, por lo pronto, se conducen aún muy diferentemente, y en épocas pretéritas las ideas religiosas han ejercido suprema influencia sobre la Humanidad, no obstante su indiscutible falta de garantía. Tenemos aquí un nuevo problema psicológico. Habremos, pues, de preguntarnos en qué consiste la fuerza interior de estas doctrinas y a qué deben su eficacia, independientemente de los dictados de la razón.
CREO ya suficientemente preparada la respuesta a las dos interrogaciones que antes dejamos abiertas. Recapitulando nuestro examen de la génesis psíquica de las ideas religiosas, podremos ya formularla como sigue: tales ideas, que nos son presentadas como dogmas, no son precipitadas de la experiencia ni conclusiones del pensamiento: son ilusiones, realizaciones de los deseos más antiguos, intensos y apremiantes de la Humanidad. El secreto de su fuerza está en la fuerza de estos deseos. Sabemos ya que la penosa sensación de impotencia experimentada en la niñez fue lo que despertó la necesidad de protección, la necesidad de una protección amorosa, satisfecha en tal época por el padre, y que el descubrimiento de la persistencia de tal indefensión a través de toda la vida llevó luego al hombre a forjar la existencia de un padre inmortal mucho más poderoso. El gobierno bondadoso de la divina Providencia mitiga el miedo a los peligros de la vida; la institución de un orden moral universal, asegura la victoria final de la Justicia, tan vulnerada dentro de la civilización humana, y la prolongación de la existencia terrenal por una vida futura amplía infinitamente los límites temporales y espaciales en los que han de cumplirse los deseos.
Bajo las premisas de este sistema se formulan respuestas a los enigmas ante los cuales se estrella el humano deseo de saber, enigmas como la creación del mundo y la relación entre el cuerpo y el alma. Por último, para la psique individual supone un gran alivio ser descargada de los conflictos engendrados en la infancia por el complejo paternal, jamás superados luego por entero, y ser conducida a una solución generalmente aceptada.
Al decir que todo esto son ilusiones, habremos de restringir el sentido de semejante concepto. Una ilusión no es lo mismo que un error ni es necesariamente un error. La opinión aristotélica de que la suciedad engendra los parásitos, opinión mantenida aun hoy en día por el vulgo ignorante, es un error, como igualmente el criterio sostenido por anteriores generaciones médicas de que la tabes dorsalis es consecuencia de los excesos sexuales. Sería abusivo calificar de ilusiones estos errores. En cambio, fue una ilusión de Cristóbal Colón creer que había descubierto una nueva ruta para llegar a las Indias. La participación de su deseo en este error resulta fácilmente visible. También podemos calificar de ilusión la afirmación de ciertos nacionalistas de que los indogermanos son la única raza susceptible de cultura, o la creencia -que sólo el psicoanálisis ha logrado desvanecer- de que los niños eran seres sin sexualidad. Una de las características más genuinas de la ilusión es la de tener su punto de partida en deseos humanos de los cuales se deriva. Bajo este aspecto, se aproxima a la idea delirante psiquiátrica, de la cual distingue, sin embargo; claramente. La idea delirante, además de poseer una estructura mucho más complicada, aparece en abierta contradicción con la realidad. En cambio, la ilusión no tiene que ser necesariamente falsa; esto es, irrealizable o contraria a la realidad. Así, una burguesa puede acariciar la ilusión de ser solicitada en matrimonio por un príncipe, ilusión que no tiene nada de imposible y se ha cumplido realmente alguna vez. Que el Mesías haya de llegar y fundar una edad de oro es ya menos verosímil, y al enjuiciar esta creencia la clasificaremos; según nuestra actitud personal, bien entre las ilusiones, bien entre las ideas delirantes. No es fácil encontrar más ejemplos de ilusiones que hayan llegado a cumplirse. Quizá la de transmutar en oro todos los metales, tan largo tiempo acariciada por los alquimistas, llegue a ser una de ellas. El deseo de tener mucho oro, todo el oro posible, se ha debilitado ya ante nuestro actual conocimiento de las condiciones de la riqueza; pero la Química no considera imposible la transmutación indicada. Así, pues, calificamos de ilusión una creencia cuando aparece engendrada por el impulso a la satisfacción de un deseo, prescindiendo de su relación con la realidad, del mismo modo que la ilusión prescinde de toda garantía real.
Si después de orientarnos así volvemos de nuevo a los dogmas religiosos, habremos de repetir nuestra afirmación interior: son todos ellos ilusiones indemostrables y no es lícito obligar a nadie a aceptarlos como ciertos. Hay algunos tan inverosímiles y tan opuestos a todo lo que trabajosamente hemos llegado a averiguar sobre la realidad del mundo, que, salvando las diferencias psicológicas, podemos compararlos a las ideas delirantes. Por lo general, resulta imposible aquilatar su valor real. Son tan irrebatibles como indemostrables. Sabemos todavía muy poco para aproximarnos a ellos como críticos. Nuestra investigación de los secretos del mundo progresa muy lentamente, y la ciencia no ha encontrado aún respuesta a muchas interrogaciones. De todos modos, la labor científica es, a nuestro juicio, el único camino que puede llevarnos al conocimiento de la realidad exterior a nosotros. Esperar algo de la intuición y del éxtasis no es tampoco más que una ilusión. Pueden procurarnos ciertas inducciones, difícilmente interpretables, sobre nuestra propia vida psíquica; pero nunca una respuesta a las interrogaciones cuya solución se hace tan fácil a las doctrinas religiosas. Sería un sacrilegio abandonarse aquí al capricho personal y aceptar o rechazar con un criterio puramente subjetivo trozos aislados del sistema religioso, pues tales interrogaciones son demasiado importantes, demasiado sagradas, pudiéramos decir, para que sea lícita semejante conducta.
En este punto se nos opondrá seguramente la siguiente objeción: si hasta los escépticos más empedernidos reconocen que las afirmaciones religiosas no pueden ser rebatidas por la razón, ¿por qué no hemos de creerlas, ya que tienen a su favor tantas cosas: la tradición, la conformidad de la mayoría de los hombres y su mismo contenido consolador? No hay inconveniente. Del mismo modo que nadie puede ser obligado a creer, tampoco puede forzarse a nadie a no creer. Pero tampoco debe nadie complacerse en engañarse a sí mismo suponiendo que con estos fundamentos sigue una trayectoria mental plenamente correcta. La ignorancia es la ignorancia, y no es posible derivar de ella un derecho a creer algo. Ningún hombre razonable se conducirá tan ligeramente en otro terreno ni basará sus juicios y opiniones en fundamentos tan pobres. Sólo en cuanto a las cosas más elevadas y sagradas se permitirá semejante conducta. En realidad se trata de vanos esfuerzos para hacerse creer a sí mismo o hacer creer a los demás que permanece aún ligado a la religión, cuando hace ya mucho tiempo que se ha desligado de ella. En lo que atañe a los problemas de la religión, el hombre se hace culpable de un sinnúmero de insinceridades y de vicios intelectuales. Los filósofos fuerzan el significado de las palabras hasta que no conservan apenas nada de su primitivo sentido, dan el nombre de «Dios» a una vaga abstracción por ellos creada y se presentan ante el mundo como deístas, jactándose de haber descubierto un concepto mucho más elevado y puro de Dios, aunque su Dios no es ya más que una sombra inexistente y no la poderosa personalidad del dogma religioso. Los críticos persisten en declarar profundamente religiosos a aquellos hombres que han confesado ante el mundo su consciencia de la pequeñez y la impotencia humanas, aunque la esencia de la religiosidad no está en tal consciencia, sino en el paso siguiente, en la reacción que busca un auxilio contra ella. Aquellos hombres que no siguen adelante, resignándose humildemente al mísero papel encomendado al hombre en el vasto mundo, son más bien religiosos, en el más estricto sentido de la palabra.
No entra en los fines de esta investigación pronunciarse sobre la verdad de las doctrinas religiosas. Nos basta haberlas reconocido como ilusiones en cuanto a su naturaleza psicológica. Pero no necesitamos ocultar que este descubrimiento influye también considerablemente en nuestra actitud ante un problema que a muchos ha de parecerles el más importante. Sabemos aproximadamente en qué tiempos fueron creadas las doctrinas religiosas y por qué hombres. Si, además descubrimos los motivos a que obedeció su creación, nuestro punto de vista sobre el problema religioso queda sensiblemente desplazado. Nos decimos que sería muy bello que hubiera un Dios creador del mundo y providencia bondadosa, un orden moral universal y una vida de ultratumba; pero encontramos harto singular que todo suceda así tan a medida de nuestros deseos. Y sería más extraño aún que nuestros pobres antepasados, ignorantes y faltos de libertad espiritual, hubiesen descubierto la solución de todos estos enigmas del mundo.
LA conclusión de que las doctrinas religiosas no son sino ilusiones, nos lleva en el acto a preguntarnos si acaso no lo serán también otros factores de nuestro patrimonio cultural, a los que concedemos muy alto valor y dejamos regir nuestra vida; si las premisas en las que se fundan nuestras instituciones estatales no habrán de ser calificadas igualmente de ilusiones, y si las relaciones entre los sexos, dentro de nuestra civilización, no aparecen también perturbadas por toda una serie de ilusiones eróticas. Una vez despierta nuestra desconfianza, no retrocederemos siquiera ante la sospecha de que tampoco posea fundamentos más sólidos nuestra convicción de que la observación y el pensamiento, aplicados a la investigación científica, nos permiten alzar un tanto el velo que encubre la realidad exterior. No tenemos por qué rehusar que la observación recaiga sobre nuestro propio ser ni que el pensamiento sea utilizado para su propia crítica, iniciándose así una serie de investigaciones cuyo resultado habría de ser decisivo para la formación de una «concepción del Universo». Sospechamos que semejante labor no resultaría infructuosa y justificaría, por lo menos en parte, nuestra desconfianza. Pero el autor no se considera con capacidad suficiente para emprenderla en toda su vasta amplitud y, en consecuencia, habrá de limitar obligadamente su trabajo a una de tales ilusiones, a la ilusión religiosa.
Nuestro contradictor deja oír de nuevo su voz en este punto, pidiéndonos cuenta de nuestro ilícito proceder. Nos dice:
«El interés arqueológico es altamente encomiable; pero no es permisible practicar excavaciones por debajo de las viviendas de los hombres, falseando sus cimientos y poniéndose en peligro de venirse abajo con todos sus moradores. Las doctrinas religiosas no son un tema sobre el cual se pueda sutilizar impunemente como sobre otro cualquiera. Constituyen la base de nuestra civilización. La pervivencia que la sociedad humana tiene como premisa para que la mayoría de los hombres las acepte como verdaderas. Si les enseñamos que la existencia de un Dios omnipotente y justo, de un orden moral universal y de una vida futura son puras ilusiones, se considerarán desligados de toda obligación de acatar los principios de la cultura. Cada uno seguirá, sin freno ni temor, sus instintos sociales y egoístas e intentará afirmar su poder personal, y de este modo surgirá de nuevo el caos, la que ha llegado a poner término una labor civilizadora ininterrumpida a través de muchos milenios. Aunque supiésemos y pudiésemos demostrar que la religión no posee la verdad, deberíamos silenciarlo y conducirnos como nos lo aconseja la filosofía del «como si». ¡Es en interés de todos y por nuestra propia conservación! Lo contrario además de ser harto peligroso, constituye una inútil crueldad. Hay infinitos hombres que hallan en las doctrinas religiosas su único consuelo, y sólo con su ayuda pueden soportar la vida. Se quiere despojarlos de tal apoyo sin tener nada mejor que ofrecerles en sustitución. Se confiesa que la ciencia se halla aún muy poco avanzada, y aunque lo estuviera mucho más tampoco bastaría a los hombres. El hombre tiene otras necesidades imperativas, que nunca podrán ser satisfechas por la ciencia, y es harto singular e inconsecuente que un psicólogo, que siempre ha hecho resaltar la primacía del instinto sobre la inteligencia en la vida del hombre, se esfuerce ahora en despojar a la Humanidad de una valiosa realización de deseos, ofreciéndole una compensación puramente intelectual.»
¡Son muchas acusaciones de una vez! Pero estoy preparado para rebatirlas todas, y además habré de afirmar que, tratando de mantener las actuales relaciones entre la civilización y la religión, se crean para la primera mayores peligros que intentando destruirlas. Lo que no sé es por dónde empezar mi defensa.
Quizá asegurando que yo mismo considero completamente inofensiva y exenta de todo peligro mi empresa. No es, desde luego, a mí, en este caso, a quien puede reprocharse una hipervaloración del intelecto. Si los hombres son, realmente, tales como los describen mis contradictores -y no quiero negarlo-no hay el menor peligro de que un creyente, vencido por mis argumentos, se deje despojar de su fe.
Además, no he dicho nada que antes no haya sido ya sostenido más acabadamente y con mayor fuerza por otros hombres mejores que yo, cuyos nombres no habré de citar, por ser de sobra conocidos, y además para que no se crea que intento incluirme entre ellos. Lo único que he hecho -la sola novedad de mi exposición- es haber agregado a la crítica de mis grandes predecesores cierta base psicológica, pero no es de esperar que esta agregación logre el efecto que tales críticas no consiguieron. Se nos preguntará entonces por qué escribimos tales cosas si estamos seguros de que no han de sufrir ningún efecto. Pero no han de sufrir ningún efecto. Pero sobre esta cuestión volveremos más adelante.
Al único a quien esta publicación puede perjudicar es a mí mismo. Seguramente se me acusará de aridez espiritual, de falta de idealismo y de incomprensión ante los más altos ideales de la Humanidad. Mas, por un lado, estos reproches no son nada nuevos para mí, y por otro, cuando ya en nuestros años jóvenes nos hemos sobrepuesto a la animadversión de nuestros contemporáneos, no podremos concederle gran importancia llegados a la ancianidad y seguros de quedar sustraídos ya en fecha próxima a todo favor y disfavor. No sucedía ciertamente así en épocas pasadas. En ellas, semejantes manifestaciones abreviaban la vida terrenal de su autor y le proporcionaban pronta ocasión de comprobar por sí mismo si existía o no una vida de ultratumba. Pero tales tiempos han pasado ya, y las especulaciones de este género son hoy perfectamente inofensivas, incluso para su propio autor. Lo más que puede suceder es que su libro no pueda ser traducido ni difundido en algunos países, precisamente en aquellos que se jactan de haber llegado a un más alto grado de civilización. Pero cuando se combate, en general, a favor de la renuncia a los deseos y la aceptación del destino, debe poder soportarse también tal contrariedad.
No dejó de surgir en mí la interrogación de si el presente ensayo podía causar algún daño; pero no a persona alguna, sino a una causa, a la causa del psicoanálisis. No puedo negar que el psicoanálisis es obra mía, ni tampoco que ha despertado en muchos sectores desconfianza y animadversión. Si ahora salgo a la palestra con afirmaciones tan poco gratas, es de esperar que toda responsabilidad quede desplazada sobre el psicoanálisis. Ya vemos claramente -se dirá- adónde conduce el psicoanálisis. Como ya lo sospechábamos, a negar la existencia de Dios y de todo ideal ético. Y para impedirnos tal descubrimiento se nos ha querido engañar, pretendiendo que el psicoanálisis no entrañaba una concepción particular del Universo ni aspiraba a formarla.
Este ruido habrá de serme realmente muy desagradable a causa de mis muchos colaboradores, algunos de los cuales no comparten en absoluto mi actitud ante los problemas religiosos. Pero el psicoanálisis ha capeado ya muchos temporales y podemos exponerlo a uno más. En realidad, el psicoanálisis es un método de investigación, un instrumento imparcial, como, por ejemplo, el infinitesimal. Si un físico descubriera, con ayuda del mismo, que la Tierra había de desaparecer al cabo de cierto tiempo, no nos decidiríamos tan fácilmente a atribuir al cálculo mismo tendencias destructoras y a condenarlo por tal motivo. Todo lo que llevamos dicho contra el valor de la religión como verdad no ha precisado para nada del psicoanálisis y ha sido alegado ya, mucho antes de su nacimiento, por otros autores. Si la aplicación del método psicoanalítico nos proporciona un nuevo argumento contra la verdad de la religión, tanto peor para la misma; pero también sus defensores podrán servirse, con igual derecho, del psicoanálisis para realzar el valor afectivo de las doctrinas religiosas.
Proseguimos, pues, nuestra defensa: la religión ha prestado, desde luego, grandes servicios a la civilización humana y ha contribuido, aunque no lo bastante, a dominar los instintos asociales. Ha regido durante muchos milenios la sociedad humana y ha tenido tiempo de demostrar su eficacia. Si hubiera podido consolar y hacer feliz a la mayoría de los hombres, reconciliarlos con la vida y convertirlos en firmes substratos de la civilización, no se le hubiera ocurrido a nadie aspirar a modificación alguna. Pero en lugar de esto vemos que una inmensa multitud de individuos se muestra descontenta de la civilización y se siente desdichada dentro de ella, considerándola como un yugo, del que anhela libertarse, y consagra todas sus fuerzas a conseguir una mudanza de la civilización o lleva su hostilidad contra ella, hasta el punto de no querer saber nada de sus preceptos ni de la renuncia a los instintos. Se nos objetará que esta situación obedece precisamente a que la religión ha perdido una gran parte de su influencia sobre las colectividades humanas a causa del efecto lamentable de los progresos científicos. Anotaremos, desde luego, esta confesión y la utilizaremos más adelante para nuestros fines, limitándonos ahora a afirmar que, en calidad de objeción, carece de todo fuerza.
Es dudoso que en la época de la supremacía ilimitada de las doctrinas religiosas fueron en general los hombres más felices que hoy, y desde luego no eran más morales. Han sabido siempre traficar con los mandamientos religiosos y hacer fracasar así su intención. Los sacerdotes, a los cuales correspondía la función de hacer guardar obediencia a la religión, les han facilitado siempre esta tarea. La bondad divina paralizó la divina justicia. El pecador se rescata con sacrificios o penitencias y queda libre para volver a pecar. El fervor ruso se ha elevado hacia la conclusión de que el pecado es indispensable para gozar todas las bienaventuranzas de la gracia divina, siendo, por tanto, en el fondo, grato a Dios. Es sabido que los sacerdotes sólo han podido mantener la sumisión religiosa de las colectividades haciendo grandes concesiones a la naturaleza instintiva de la Humanidad. De este modo se llegó a la conclusión de que sólo Dios es fuerte y bueno, y el hombre, débil y pecador. La inmoralidad ha hallado siempre en la religión un apoyo tan firme como la moralidad. Si los rendimientos de la religión, en cuanto a la felicidad de los hombres, su adaptación a la cultura y su restricción moral no son cosa mejor, habremos de preguntarnos si no exageramos su necesidad para los hombres y si obramos prudentemente basando en ella nuestras exigencias culturales.
Reflexiones sobre la situación actual. Hemos oído la confesión de que la religión no ejerce ya sobre los hombres la misma influencia que antes. (Nos referimos a la civilización europea cristiana.) Y ello no porque prometa menos, sino porque los hombres van dejando de creer en sus promesas. Concedamos que la causa de esta mudanza reside en el robustecimiento del espíritu científico en las capas superiores de la sociedad humana, aunque quizá no sea esta causa la única. La crítica ha debilitado la fuerza probatoria de los documentos religiosos; las ciencias naturales han señalado los errores en ellos contenidos, y la investigación comparativa ha indicado la fatal analogía de las representaciones religiosas por nosotros veneradas con los productos espirituales de pueblos y tiempos primitivos.
El espíritu científico crea una actitud particular ante las cosas de este mundo. Ante las cosas de la religión se detiene un poco, vacila y acaba por traspasar también los umbrales. En este proceso no hay detención alguna; cuanto más asequibles se hacen al hombre los tesoros del conocimiento, tanto más se difunde su abandono de la fe religiosa, al principio sólo de sus formas más anticuadas y absurdas, pero luego también de sus premisas fundamentales. Los americanos son los únicos que se han mostrado aquí plenamente consecuentes, procesando y condenando a los defensores de las teorías darwinianas. Fuera de estos incidentes, la transición va desarrollándose sin rebozo, con absoluta sinceridad.
De los hombres cultos y de los trabajadores intelectuales no tiene mucho que temer la civilización. La sustitución de los motivos religiosos de una conducta civilizada por otros motivos puramente terrenos se desarrollaría en ellos calladamente. Tales individuos son, además, de por sí, los más firmes substratos de la civilización. Otra cosa es la gran masa inculta y explotada, que tiene toda clase de motivos para ser hostil a la civilización. Mientras no averigüe que ya no cree en Dios, todo irá bien. Pero ha de llegar indefectiblemente a averiguarlo, aunque este ensayo mío no sea publicado. Y está dispuesta a aceptar los resultados del pensamiento científico, sin que en ella haya tenido lugar la transformación que el pensamiento científico ha provocado en los demás hombres. ¿No existe aquí el peligro de que estas masas se arrojen sobre el punto débil que han descubierto en sus amos? Si no se debe matar única y exclusivamente porque lo ha prohibido Dios, y luego se averigua que no existe tal Dios y no es de temer, por tanto, su castigo se asesinará sin el menor escrúpulo, y sólo la coerción social podrá evitarlo. Se plantea, pues, el siguiente dilema: o mantener a estas masas peligrosas en una absoluta ignorancia, evitando cuidadosamente toda ocasión de un despertar espiritual, o llevar a cabo una revisión fundamental de las relaciones entre la civilización y la religión.
La revisión antes propuesta no parece que debiera tropezar con grandes dificultades. Supone, desde luego, una renuncia, pero sólo para conquistar quizá algo mejor y evitar un grave peligro. Sin embargo, se vacila temerosamente en emprenderla, como si hubiese de traer consigo peligros aún mayores para la civilización. Cuando San Bonifacio derrumbó al árbol sagrado de los sajones, los circunstantes esperaban que la ira de los dioses fulminase al sacrílego. Nada sucedió, y los sajones aceptaron el bautismo.
Si la civilización ha llegado a instituir la prohibición de matar a aquellos de nuestros semejantes a los que odiamos, cuyos bienes codiciamos o que significan un obstáculo en nuestro camino, ha sido evidentemente en interés de la vida colectiva, la cual se haría imposible de otro modo, pues el homicida atraería sobre sí la venganza de los familiares del muerto y la oscura envidia de los demás hombres, igualmente inclinados a semejante violencia. No tardaría, pues, en morir a su vez sin haber disfrutado apenas de su venganza o botín. Aunque una fuerza física extraordinaria y una astucia poco común le protegiese de los ataques individuales, acabaría por sucumbir a la unión de los más débiles. De no seguir tal unión, los asesinatos se sucederían sin límite, hasta quedar agotada la Humanidad en esta lucha fratricida. Sucedería así entre individuos singulares lo que aún sucede actualmente en Córcega entre familias, y fuera de este caso aislado, sólo ya entre naciones. Pero la inseguridad que amenazaba por igual la vida de todos los hombres acabó por unirlos en una sociedad que prohibió al individuo atentar contra sus semejantes y se reservó el derecho de matar a quienes transgredieran este mandato. La muerte impuesta por la colectividad pasó entonces a ser justicia y castigo.
Pero en lugar de aceptar este fundamento racional de lo prohibido de matar, afirmamos que ha sido dictada por el mismo Dios. Nos permitimos, pues, penetrar en designios y concluir que tampoco él quiere que los hombres se destruyan mutuamente. Al obrar así revestimos de una particular solemnidad la prohibición cultural, pero nos exponemos a supeditar su observancia a la fe en la existencia de Dios. Si ahora cambiamos de rumbo y dejamos de atribuir a Dios nuestras propias voluntades, contentándonos con el fundamento social, renunciaremos, desde luego, a semejante transfiguración de la prohibición cultural, pero también evitaremos sus peligros. Y todavía obtenemos otra ventaja. El carácter sagrado e intangible de las cosas ultraterrenas se ha extendido, por una especie de difusión o infección desde algunas grandes prohibiciones, a todas las demás instituciones, leyes y ordenanzas de la civilización, a muchas de las cuales no les va nada bien la aureola de santidad, pues aparte de anularse recíprocamente, estableciendo normas contradictorias según las circunstancias de lugar y tiempo, muestran profundamente impreso el sello de la imperfección humana. Fácilmente reconocemos en ellas lo que no es sino producto de una tímida miopía intelectual, expresión de interés mezquino o conclusiones deducidas de premisas insuficientes. La crítica que merecen disminuye también, de un modo indeseable, nuestro respeto a otras exigencias culturales más justificadas. Siendo muy espinosa la tarea de distinguir lo que Dios mismo nos exige de los preceptos emanados de la autoridad de un parlamento omnipotente o de un alto magistrado, sería muy conveniente dejar a Dios en sus divinos cielos y reconocer honradamente el origen puramente humano de los preceptos e instituciones de la civilización. Con su pretendida santidad desaparecerían la rigidez y la inmutabilidad de todos estos mandamientos y los hombres llegarían a creer que tales preceptos no habían sido creados tanto para regirlos como para apoyar y servir sus intereses, adoptarían una actitud más amistosa ante ellos y tenderían antes a perfeccionarlos que a derrocarlos, todo lo cual constituiría un importante progreso hacia la reconciliación del individuo con la presión de la civilización. .
Nuestro alegato en favor de un fundamento puramente racional de los preceptos culturales queda interrumpido aquí por un reprimido escrúpulo. Hemos elegido como ejemplo la génesis de la prohibición de matar, y nos preguntamos ahora si nuestra descripción de la misma corresponderá realmente a la verdad histórica. Tememos que no, pues presenta todo aspecto de una construcción racionalista. Precisamente hemos estudiado, con ayuda del psicoanálisis, este trozo de la historia de la civilización humana, y basándonos en nuestra labor podemos afirmar que la verdadera génesis del precepto indicado fue muy otra. Los motivos puramente racionales pueden aún muy poco contra las pasiones en el hombre de nuestros días, cuanto menos en el mísero animal humano de los tiempos primitivos. Sus descendientes se destrozarían todavía mutuamente si uno de aquellos asesinatos -el del padre primitivo- no hubiese despertado una reacción afectiva irresistible, extraordinariamente rica en consecuencias. De esta reacción proviene el mandamiento de no matar, limitado en el totemismo al sustitutivo del padre y extendido luego a todos nuestros semejantes, aunque todavía hoy no se observe sin excepciones.
Pero, según explicamos ya en otro lugar, dicho padre primordial fue el prototipo de Dios, el modelo conforme al cual crearon las generaciones posteriores la imagen de Dios. La teoría religiosa está, pues, en lo cierto. Dios participó realmente en la génesis de la prohibición que nos ocupa, siendo su influjo, y no la consciencia de una necesidad social, lo que hubo de engendrarla. La atribución de la voluntad humana al propio Dios queda también así justificada, pues los hombres sabían haberse desembarazado violentamente del padre, y en su reacción a semejante crimen se propusieron respetar en adelante la voluntad del muerto. Por tanto, la doctrina religiosa nos transmite efectivamente la verdad histórica, si bien un tanto deformada y disfrazada. En cambio, nuestra descripción racional se aparta mucho de ella.
Advertimos ahora que el tesoro de las representaciones religiosas no encierra sólo realizaciones de deseos, sino también importantes reminiscencias históricas, resultando así una acción conjunta del pasado y el porvenir, que ha de prestar a la religión una incomparable plenitud de poder. Vislumbramos aquí una analogía que quizá nos permita realizar algún nuevo descubrimiento. No es conveniente, desde luego, trasplantar los conceptos muy lejos del terreno donde han germinado, pero en este caso se impone hacer constar una singular coincidencia. Sabemos que el hombre no puede cumplir su evolución hasta la cultura sin pasar por una fase más o menos definida de neurosis, fenómeno debido a que para el niño es imposible yugular por medio de una labor mental racional las muchas exigencias instintivas que han de serles inútiles en su vida ulterior y tiene que dominarlas mediante actos de represión, detrás de los cuales se oculta, por lo general, un motivo de angustia. La mayoría de estas neurosis infantiles -especialmente las obsesivas- quedan vencidas espontáneamente en el curso del crecimiento, y el resto puede ser desvanecido más tarde por el tratamiento psicoanalítico. Pues bien; hemos de admitir que también la colectividad humana pasa en su evolución secular por estados análogos a las neurosis y precisamente a consecuencia de idénticos motivos; esto es, porque en sus tiempos de ignorancia y debilidad mental hubo de llevar a cabo exclusivamente por medio de procesos afectivos las renuncias al instinto indispensables para la vida social. Los residuos de estos procesos, análogos a la represión, desarrollados en épocas primitivas, permanecieron luego adheridos a la civilización durante mucho tiempo. La religión sería la neurosis obsesiva de la colectividad humana, y lo mismo que la del niño, provendría del complejo de Edipo en la relación con el padre. Conforme a esta teoría hemos de suponer que el abandono de la religión se cumplirá con toda la inexorable fatalidad de un proceso del crecimiento y que en la actualidad nos encontramos ya dentro de esta fase de la evolución.
Consiguientemente, nuestra conducta debiera ser la de un educador comprensivo que no intenta oponerse a una naciente transformación espiritual, y procura, por lo contrario, fomentarla y represar la violencia de su aparición. Esta analogía no agota, desde luego, la esencia de la religión, la cual integra ciertamente restricciones obsesivas como sólo puede imponerlas la neurosis obsesiva individual, pero contiene además un sistema de ilusiones optativas contrarias a la realidad, únicamente comparable al que se nos ofrece en una amencia, en una feliz demencia alucinatoria. Trátase tan sólo de comparaciones con las que intentamos llegar a la comprensión del fenómeno social. La patología individual no puede procurarnos en este punto una plena identidad.
Tanto Th. Reik como yo hemos señalado, repetidamente, hasta dónde puede perseguirse la analogía de la religión como una neurosis obsesiva y cuáles son los destinos y las particularidades de la religión que podemos llegar a comprender por este camino. De acuerdo con ello está que los creyentes parecen gozar de una segura protección contra ciertas enfermedades neuróticas, como si la aceptación de la neurosis general les relevase de la labor de construir una neurosis personal.
Nuestro reconocimiento del valor histórico de ciertas doctrinas religiosas acrecienta el respeto que las mismas nos inspiran, pero no invalida en modo alguno nuestra propuesta de retirarlas de la modificación de los mandamientos culturales. Todo lo contrario. Tales residuos históricos nos han ayudado a formar nuestra concepción de las doctrinas religiosas como reliquias neuróticas, siéndonos ya posible declarar que ha llegado probablemente el momento de proceder, en esta cuestión, como en el tratamiento psicoanalítico de los neuróticos, y sustituir los resultados de la represión por los de una labor mental racional. Es de esperar que esta labor no se limite a imponer la renuncia a la solemne transfiguración de los preceptos culturales y que una revisión fundamental de los mismos traiga consigo la supresión de muchos de ellos. Pero no tenemos por qué lamentarlo. No puede importarnos gran cosa traicionar la verdad histórica al admitir una motivación racional de los preceptos culturales. Las verdades contenidas en las doctrinas religiosas aparecen tan deformadas y tan sistemáticamente disfrazadas que la inmensa mayoría de los hombres no pueden reconocerlas como tales. Es lo mismo que cuando contamos a los niños que la cigüeña trae a los recién nacidos. También les decimos la verdad, disimulándola con un ropaje simbólico, pues sabemos lo que aquella gran ave significa. Pero el niño no lo sabe, se da cuenta únicamente de que se le oculta algo, se considera engañado, y ya sabemos que de esta temprana impresión nace, en muchos casos, una general desconfianza contra los mayores y una oposición hostil a ellos. Hemos llegado a la convicción de que es mejor prescindir de estas veladuras simbólicas de la verdad y no negar al niño el conocimiento de las circunstancias reales, en una medida proporcional a su nivel-intelectual.
SE permite usted contradicciones difíciles de conciliar. Comienza usted por afirmar que las críticas de este género son inofensivas, pues nadie se deja despojar por ella de la fe religiosa. ¿Para qué publica usted, pues, ésta si no ha de alcanzar con ella su propósito de perturbar dicha fe, claramente revelado luego? Pero, además, reconoce usted en otro lugar que puede haber un grave riesgo en que un determinado núcleo social averigüe que ya no se cree en Dios. Dócil hasta entonces, negaría en adelante toda obediencia a los preceptos culturales. Su argumento de que la motivación religiosa de los preceptos culturales significa un peligro para la civilización, reposa enteramente en la hipótesis de que el creyente puede convertirse en incrédulo. ¿No hay aquí contradicción palmaria?
También incurre usted en contradicción al reconocer, primero, la imposibilidad de guiar al hombre por la sola inteligencia, dominado como está por los instintos y las pasiones, y proponer luego la sustitución de los fundamentos afectivos de la obediencia a la cultura por otros racionales. Confieso que no entiendo cómo pueden conciliarse ambas cosas, incompatibles a mi juicio.
Pero, además, ¿es que ha olvidado usted las enseñanzas de la Historia? La tentativa de sustituir la religión por la razón ha sido iniciada ya una vez oficialmente y con toda solemnidad. Supongo que recordará usted esta incidencia de la Revolución francesa, así como la fugacidad y el lamentable fracaso del experimento. Hoy es repetido en Rusia, seguramente con igual resultado. ¿O acaso no cree usted obligado suponer que el hombre no puede prescindir de la religión?
Usted mismo ha dicho que la religión es algo más que una neurosis obsesiva. Pero no ha obrado de acuerdo con tal afirmación. Se ha limitado a desarrollar la analogía con la neurosis y a concluir que siempre es bueno libertar a los hombres de una neurosis. Lo que así pueda perderse le tiene a usted sin cuidado.
La rapidez con la que he expuesto cosas harto complicadas puede haber hecho surgir, en efecto, una apariencia de contradicción. No ha de sernos difícil desvanecerla. Sigo afirmando que el presente ensayo crítico es, en cierto sentido, totalmente inofensivo. Ningún creyente se dejará despojar de su fe por estos argumentos u otros análogos, pues se hallan fuertemente ligados a los contenidos de la religión por ciertos tiernos lazos afectivos. Hay también ciertamente otros muchos que no son creyentes en el mismo sentido. Permanecen obedientes a los preceptos culturales porque los asustan las amenazas de la religión y temen a la religión mientras han de considerarla como una parte de la realidad restrictiva. Pero tampoco sobre ellos ejercen influencia alguna los argumentos. Cesan de temer a la religión cuando advierten que otros no la temen, y con respecto a éstos he afirmado que se darían cuenta del ocaso de la influencia religiosa, aunque yo no publicase este escrito.
Pero creo que usted mismo concede más valor a la otra condición que me reprocha. Si los hombres son realmente tan poco asequibles a los argumentos de la razón y se hallan dominados por sus deseos instintivos, ¿por qué ha de privárseles de la satisfacción de un instinto e intentar sustituirla por un raciocinio? Los hombres son, desde luego, así; pero, ¿se ha preguntado usted si tienen que ser necesariamente tales? ¿Si su más íntima naturaleza les obliga a ello? ¿Es que un antropólogo podría precisar acaso el índice craneano de un pueblo que tuviera la costumbre de deformar con apretados vendajes las cabezas de sus niños? Piense usted en el lamentable contraste entre la inteligencia de un niño sano y la debilidad mental del adulto medio. ¿No es quizá muy posible que la educación religiosa tenga gran parte de culpa en esta atrofia relativa? A mi juicio, un niño sobre el cual no se ejerciera influencia alguna tardaría mucho en comenzar a formarse una idea de Dios y de las cosas ultraterrenas. Tales ideas seguirían quizá luego los mismos caminos que en sus antepasados primitivos, pero en vez de esperar semejante evolución se imbuyen al niño doctrinas religiosas en una época en que ni pueden interesarle ni posee capacidad suficiente para comprender su alcance. Los dos puntos capitales del programa pedagógico actual son el retraso de la evolución sexual y el adelanto de la influencia religiosa. ¿No es cierto? Cuando el pensamiento del niño despierta luego, las doctrinas religiosas se han hecho ya intangibles. ¿Cree usted muy beneficioso para el desarrollo de la inteligencia sustraer a su acción, con la amenaza de las penas del infierno, un sector tan importante? La debilidad mental de individuos tempranamente habituados a aceptar sin crítica los absurdos y las contradicciones de las doctrinas religiosas no puede ciertamente extrañarnos. Pero la inteligencia es el único medio que poseemos para dominar nuestros instintos. ¿Cómo, pues, esperar que estos individuos, sometidos a un régimen de restricción intelectual, alcancen alguna vez el ideal psicológico, la primacía del intelecto? Tampoco ignora usted que a la mujer, en general, se le atribuye la llamada «debilidad mental fisiológica», esto es, una inteligencia inferior a la del hombre. El hecho mismo es discutible, pero uno de los argumentos aducidos para explicar semejante inferioridad intelectual es el de que las mujeres sufren bajo la temprana prohibición de ocupar su pensamiento con aquello que más podía interesarlas, o sea, con los problemas de la vida sexual. Mientras que sobre los comienzos de la vida del hombre sigan actuando, además de la coerción mental sexual, la religiosa y la monárquica, derivada de la religiosa, no podremos decir cómo el hombre es en realidad.
Pero quiero moderar mi celo y reconocer la posibilidad de que también yo corra detrás de una ilusión. Es posible que los efectos de la prohibición religiosa impuesta al pensamiento no sean tan perjudiciales como suponemos y que la naturaleza humana continúe siendo la misma, aunque no se emplee abusivamente la educación para lograr la sumisión del individuo a los dogmas religiosos. No lo sé ni tampoco usted puede saberlo. Además de aquellos grandes problemas de la vida que aún nos parecen insolubles, hay muchas otras interrogaciones menos importantes para las cuales nos es también muy difícil encontrar respuesta. Pero no me negará usted que en este punto se abre una puerta a la esperanza; no negará usted que puede haber oculto aquí un tesoro susceptible de enriquecer a la civilización y que, por tanto, vale la pena de intentar una educación irreligiosa. Si la tentativa fracasa, estoy dispuesto a renunciar a toda forma y a aceptar el juicio, puramente descriptivo, de que el hombre es un ser de inteligencia débil, dominado por sus deseos instintivos.
En cambio, hay otro punto en él que estoy plenamente de acuerdo con usted. Me parecería insensato querer desarraigar de pronto y violentamente la religión. Sobre todo, porque sería inútil. El creyente no se deja despojar de su fe con argumentos ni con prohibiciones. Y si ello se consiguiera en algún caso sería una crueldad. Un individuo habituado a los narcóticos no podrá ya dormir si le privamos de ellos. Esta comparación del efecto de los consuelos religiosos con el de un poderoso narcótico puede apoyarse en una curiosa tentativa actualmente emprendida en Norteamérica. En este país -y bajo la clara influencia del dominio de la mujer- se está procurando sustraer al individuo todos los medios de estímulo, embriaguez y placer, saturándole, en cambio, de temor a Dios, a modo de compensación. Tampoco es dudoso el resultado final de semejante experimento.
En lo que yo disiento de usted es en la conclusión de que el hombre no puede prescindir del consuelo de la ilusión religiosa, sin la cual le sería imposible soportar el peso de la vida y las crueldades de la realidad. Conformes en cuanto al hombre a quien desde niño han instigado ustedes tan dulce -o agridulce- veneno. Pero, ¿y el otro? ¿Y el educado en la abstinencia? No habiendo contraído la general neurosis religiosa, es muy posible que no precise tampoco de intoxicación alguna para adormecerla. Desde luego, su situación será más difícil. Tendrá que reconocer su impotencia y su infinita pequeñez y no podrá considerarse ya como el centro de la creación, ni creerse amorosamente guardado por una providencia bondadosa. Se hallará como el niño que ha abandonado el hogar paterno, en el cual se sentía seguro y dichoso. Pero, ¿no es también cierto que el infantilismo ha de ser vencido y superado? El hombre no puede permanecer eternamente niño; tiene que salir algún día a la vida, a la dura «vida enemiga». Esta sería la «educación para la realidad». ¿Habré de decirle todavía que el único propósito del presente trabajo es señalar la necesidad de tal progreso?
Teme usted, seguramente, que el hombre no pueda resistir tan dura prueba. Déjenos esperar que sí. La consciencia de que sólo habremos de contar con nuestras propias fuerzas nos enseña, por lo menos, a emplearlas con acierto. Pero, además, el hombre no está ya tan desamparado. Su ciencia le ha enseñado muchas cosas desde los tiempos del Diluvio y ha de ampliar aún más su poderío. Y por lo que respecta a lo inevitable, al destino inexorable, contra el cual nada puede ayudarle, aprenderá a aceptarlo y soportarlo sin rebeldía. ¿De qué puede servirle el espejismo de vastas propiedades en la Luna, cuyas rentas nadie ha recibido jamás? Cultivando honradamente aquí en la Tierra su modesto pegujal, como un buen labrador, sabrá extraer de él su sustento. Retirando sus esperanzas del más allá y concentrando en la vida terrena todas las energías así liberadas, conseguirá, probablemente, que la vida se haga más llevadera a todos y que la civilización no abrume ya a ninguno, y entonces podrá decir, con uno de nuestros irreligiosos:
El cielo lo abandonamos
a los gorriones y a los ángeles.
TODO eso suena muy bien. ¡Una Humanidad que ha renunciado a todas las ilusiones y se ha capacitado así para hacer tolerable su vida sobre la Tierra! Pero yo no puedo compartir sus esperanzas. Y no porque sea el obstáculo reaccionario que usted ve quizá en mí, sino simplemente por reflexión. Creo que hemos cambiado los papeles: usted es ahora el hombre apasionado, que se deja llevar por las ilusiones, y yo represento los dictados de la razón y el derecho del escepticismo. Todo lo que acaba usted de exponer me parece basado en errores que, siguiendo su ejemplo, habré de calificar de ilusiones, puesto que delatan claramente la influencia de sus deseos. Espera usted que las nuevas generaciones, sobre las cuales no se haya ejercido en la infancia influencia alguna religiosa, alcanzarán fácilmente la ansiada primacía de la inteligencia sobre la vida instintiva. Ilusión pura, pues no es nada verosímil que la naturaleza humana cambie en este punto decisivo. Si no me equivoco -sabe uno tan poca cosa de las demás culturas-, existen también hoy en día pueblos que no viven bajo la opresión de un sistema religioso, y no puede decirse que se hallen más próximos que los otros al ideal por usted propugnado. Para desterrar la religión de nuestra civilización europea sería preciso sustituirla por otro sistema de doctrinas, y este sistema adoptaría desde un principio todos los caracteres psicológicos de la religión, la misma santidad, rigidez e intolerancia, e impondría el pensamiento para su defensa idénticas prohibiciones. Algo de esto es necesario para hacer posible la educación. El camino que va desde el recién nacido al adulto civilizado es muy largo, y muchos individuos se perderían en él y no llegarían a cumplir su misión en la vida si se los abandonase sin guía ninguna a su propio desarrollo. Las doctrinas aplicadas en su educación limitarán siempre su pensamiento en sus años de madurez, como hoy se lo reprocha usted a la religión. ¿No advierte usted que el defecto indeleble y congénito de toda civilización es el de plantear al niño, instintivo y de inteligencia débil, resoluciones sólo posibles para la inteligencia del adulto? Pero la síntesis de la evolución secular de la Humanidad en un par de años de infancia le impide obrar de otro modo, y sólo la acción de poderes afectivos puede facilitar al niño el cumplimiento de tan difícil tarea. Estas son, pues, las probabilidades de su «primacía del intelecto».
No extrañará usted que me declare partidario de la conservación del sistema religioso como base de la educación y de la vida colectiva. Se trata de una cuestión práctica y no del valor de realidad del sistema. Puesto que la necesidad de mantener nuestra civilización no nos consiente aplazar el influjo sobre cada individuo hasta el momento en que alcance el grado de madurez propicio a la cultura -y muchos no lo alcanzarían nunca-, y puesto que nos vemos precisados a imponer al sujeto en desarrollo un cualquier sistema doctrinal, que ha de obrar en él como premisa sustraída a la crítica, opino que debemos atenernos al sistema religioso como el más apropiado. Precisamente, desde luego, por su fuerza consoladora y cumplidora de deseos, en la que ha reconocido usted su carácter de «ilusión». Ante la dificultad de llegar al conocimiento, siquiera fragmentario, de la realidad, y ante la duda de que podamos llegar a él alguna vez, no debemos olvidar que también las necesidades humanas son una parte de la realidad, y, por cierto, una parte muy importante y que nos toca muy de cerca.
Otra de las ventajas de la doctrina religiosa estriba para mí, precisamente, en uno de los caracteres que más han despertado su repulsa. Permite una purificación y una sublimación conceptual en la que desaparece todo lo que lleva en sí la huella del pensamiento primitivo e infantil. Lo que luego queda es un contenido de ideas que la ciencia no contradice ya ni puede rebatir. Estas transformaciones de la doctrina religiosa, calificadas antes por usted de concesiones y transacciones, permiten evitar la disociación entre la masa incultivada y el pensador filosófico y conservan entre ellos una comunidad muy importante para el aseguramiento de la civilización, no siendo así de temer que el hombre del pueblo averigüe que las capas sociales altas «no creen ya en Dios». Con todo esto creo haber demostrado que sus esfuerzos se reducen a una tentativa de sustituir una ilusión contrastada y de un gran valor afectivo por otra incontrastada e indiferente.
No debe usted creerme inasequible a su crítica. Sé lo difícil que es evitar las ilusiones, y es muy posible que las esperanzas por mí confesadas antes sean también de naturaleza ilusoria. Pero habré de mantener una diferencia. Mis ilusiones -aparte de no existir castigo alguno para quien no las comparte-no son irrectificables, como las religiosas, ni integran su carácter obsesivo. Si la experiencia demostrase -ya no a mí, sino a otros más jóvenes que como yo piensan- que nos habíamos equivocado, renunciaremos a nuestras esperanzas. Vea usted en mi intento lo que realmente es. Un psicólogo que no se engaña a sí mismo sobre la inmensa dificultad de adaptarse tolerablemente a este mundo se esfuerza en llegar a un juicio sobre la evolución de la Humanidad apoyándose en los conocimientos adquiridos en el estudio de los procesos anímicos del individuo durante su desarrollo desde la infancia a la edad adulta. En esta labor halla que la religión puede ser comparada a una neurosis infantil, y es lo bastante optimista para suponer que la Humanidad habrá de dominar esta fase neurótica, del mismo modo que muchos niños dominan neurosis análogas en el curso de su crecimiento. Estos conocimientos de la psicología individual pueden ser insuficientes, injustificada su aplicación a la Humanidad e injustificado también el optimismo. Reconozco todas estas inseguridades; pero muchas veces no puede uno privarse de exponer su opinión, sirviéndole de disculpa el no darla por más de lo que vale.
Todavía he de insistir en dos puntos. En primer lugar, la debilidad de mi posición no supone una afirmación de la suya. Creo sinceramente que defiende usted una causa perdida. Podemos repetir una y otra vez que el intelecto humano es muy débil en comparación con la vida instintiva del hombre, e incluso podemos estar en lo cierto. Pero con esta debilidad sucede algo especialísimo. La voz del intelecto es apagada, pero no descansa hasta haberse logrado hacerse oír y siempre termina por conseguirlo, después de ser rechazada infinitas veces. Es éste uno de los pocos puntos en los cuales podemos ser optimistas en cuanto al porvenir de la Humanidad, pero ya supone bastante por sí solo. A él podemos enlazar otras esperanzas. La primacía del intelecto está, desde luego, muy lejana pero no infinitamente, y como es de prever que habrá de marcarse los mismos fines cuya relación esperan ustedes de su Dios: el amor al prójimo y la disminución del sufrimiento -aunque, naturalmente, dentro de una medida humana y hasta donde lo permita la realidad exterior, la Ananch- podemos decir que nuestro antagonismo no es sino provisional y nada irreducible. Ambos esperamos lo mismo, pero usted es más impaciente, más exigente y -¿por qué no decirlo?-más egoísta que yo y que los míos. Quiere usted que la bienaventuranza comience inmediatamente después de la muerte; exige usted de ella lo imposible y no se resigna a renunciar a la personalidad individual. Nuestro dios
Logoz realizará todo lo que de estos deseos permita la naturaleza exterior a nosotros, pero muy poco a poco, en un futuro imprecisable y para nuevas criaturas humanas. A nosotros, los que sentimos dolorosamente la vida, no nos promete compensación alguna. En el camino hacia este lejano fin, las doctrinas religiosas acabarán por ser abandonadas, aunque las primeras tentativas fracasen o demuestren ser insuficientes las primeras creaciones sustitutivas. No ignora usted, ciertamente, que a la larga nada logra resistir a la razón y a la experiencia, y la religión las contradice ambas demasiado patentemente. Tampoco las ideas religiosas purificadas podrán sustraerse a este destino si quieren conservar todavía algo del carácter consolador de la religión. Claro está que si se limitan a afirmar la existencia de un ser espiritual superior, de atributos indeterminables y designios impenetrables, quedarán sustraídas a la contradicción de la ciencia, pero entonces también dejarán de interesar a los hombres.
Pasemos ahora al segundo de los puntos antes enunciados. Observe usted la diferencia que existe entre su actitud y la mía ante la ilusión. Usted tiene que defender la ilusión religiosa con todas sus fuerzas; en el momento en que pierda su valor -y ya aparece harto amenazada- se derrumbará para usted todo un mundo, no le quedará a usted nada y habrá de desesperar de todo, de la civilización y del porvenir de la Humanidad. En cambio, nosotros estamos libres de semejantes servidumbres. Hallándonos dispuestos a renunciar a buena parte de nuestros deseos infantiles, podemos soportar muy bien que algunas de nuestras esperanzas demuestren no ser sino ilusiones.
La educación libertada de las doctrinas religiosas no cambiará quizá notablemente la esencia psicológica del hombre. Nuestro dios Logoz no es, quizá, muy omnipotente y no puede cumplir sino una pequeña parte de lo que sus predecesores prometieron. Si efectivamente llega un momento en que hayamos de reconocerlo así, nos resignaremos serenamente, pero sin que por ello pierdan para nosotros su interés el mundo y la vida, pues poseemos un punto de apoyo que ustedes les falta. Creemos que la labor científica puede llegar a penetrar un tanto en la realidad del mundo, permitiéndonos ampliar nuestro poder y dar sentido y equilibrio a nuestra vida. Si esta esperanza resulta una ilusión nos encontraremos en la misma situación que usted, pero la ciencia ha demostrado ya, con numerosos e importantes éxitos, no tener nada de ilusoria. Posee muchos enemigos declarados, y más aún cultos, entre aquellos que no pueden perdonarle haber debilitado la fe religiosa y amenazar con derrocarla. Se le reprocha habernos enseñado muy poco y dejar incomparablemente mucho más en la oscuridad. Pero al obrar así, se olvida su juventud, se olvida cuán difíciles han sido sus comienzos y el escaso tiempo transcurrido desde el momento en que el intelecto humano llegó a estar capacitado para la labor científica. ¿Acaso no pecamos todos basando nuestros juicios en períodos demasiado cortos? Deberíamos tomar ejemplos de los geólogos. Se reprocha a la ciencia su inseguridad, alegando que lo que hoy proclama como ley es rechazado como error por la generación siguiente y sustituido por una nueva ley, de tan corta vida como la primera. Pero semejante acusación es injusta, y en parte, falsa. Las mudanzas de las opiniones científicas son evolución y progreso, nunca contradicción. Una ley que al principio se creyó generalmente válida demuestra luego ser un caso especial de una normatividad más amplia o queda restringida por otra ley posteriormente descubierta; una grosera aproximación a la verdad queda sustituida por un ajuste más acabado a la misma, susceptible a su vez de mayor perfeccionamiento. En diversos sectores no se ha superado aún cierta fase de la investigación, que se limita a ir planteando hipótesis que luego han de rechazarse por insuficientes. Otros integran ya, en cambio, un nódulo firme y casi inmutable de conocimiento. Por último, se ha intentado negar radicalmente todo valor a la labor científica, alegando que por su íntimo enlace con las condiciones de nuestra propia organización sólo puede suministrarnos resultados subjetivos, mientras que la verdadera naturaleza de las cosas es exterior a nosotros y nos resulta inasequible. Pero semejante afirmación prescinde de algunos factores decisivos para la concepción de la labor científica. No tiene en cuenta que nuestra organización, o sea, nuestro aparato anímico, se ha desarrollado precisamente en su esfuerzo por descubrir el mundo exterior, debiendo haber adquirido así su estructura una cierta educación a tal fin. Se olvida que nuestro aparato anímico es por sí mismo un elemento de aquel mundo exterior que de investigar se trata y se presta muy bien a tal investigación; que la labor de la ciencia queda plenamente circunscrita si la limitamos a mostrarnos cómo se nos debe aparecer el mundo a consecuencia de la peculiaridad de nuestra organización; que los resultados finales de la ciencia, precisamente por la forma en que son obtenidos, no se hallan condicionados solamente por nuestra organización, sino también por aquello que sobre tal organización ha actuado, y, por último, que el problema de una composición del mundo sin atención a nuestro aparato anímico perceptor es una abstracción vacía sin interés práctico ninguno.
No, nuestra ciencia no es una ilusión. En cambio, sí lo sería creer que podemos obtener en otra parte cualquiera lo que ella no nos pueda dar.
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